La novela El Hombre de Bruselas fue
escrita en las peores condiciones imaginables, en medio de una lucha durísima
de Mario Delgado Aparaín contra el cáncer, una lucha desgastante que le llevó
todo ese año. Cada vez que hablábamos de
la novela Mario Delgado Aparaín me decía
que no sabía si tendría fuerzas para terminarla. En ese entonces tenía el 30 o
40 % del texto total.
Pues bien, nada de esta realidad se
trasluce en El Hombre de Bruselas; al contrario hay aquí alegría, hay felicidad
de narrar, que es el estado ideal de cualquier escritor.
Una felicidad por contar, por crear y por
dejar deslizar la imaginación en un mundo que es a la vez ficción y también
realidad, la realidad del propio escritor y de los que lo rodean.
Borges decía que una de las pruebas del
talento y de la amabilidad del autor para con el lector residía que aquel
escribiera la obra de tal modo que no se trasluciera nunca el trabajo que le
había insumido hacerla. Bueno, como decían en alguna campaña política hace
muchos años podemos decir que El hombre… cumple. Cumple con esta condición: lo
que van a encontrar acá va a ser más que nada humor, ternura e imaginación, y
sobre todo una mirada profundamente humana sobre las cosas de la vida.
De la vida de ese pueblo mítico que es Mosquitos,
que es como decir la vida del uruguay profundo, y que acá aparece como siempre,
como signo y cifra de los pueblos de américa latina pero también como signo y
cifra de la condición humana.
Ahora, lo raro de esta novela es que es
la novela más experimental de Mario Delgado Aparaín. La que fue escrita en
peores condiciones, es la más experimental. Es la novela más cervantina de Mario
Delgado Aparaín. El punto de partida, el motor que arranca la novela es
literario: el Narrador Correa, que anda aplastado por los boliches de Minas con
grandes problemas de autoestima, que son los problemas que tienen todos los
escritores del Interior, y que se resumen en la pregunta terrible de para quién
escribo, me querés decir.
Decide seguir el consejo de un crítico
literario mediocre, un escritor frustrado que solo elogia a escritores
extranjeros, o compatriotas, con la condición de que lleven al menos dos
siglos, decide incendiar su pueblo mítico. Prenderle fuego a Mosquitos.
Yo al
principio, cuando Mario Delgado Aparaín me pasó el primer borrador,
tenía escrita poco menos de la mitad de la novela, pensé y se lo dije: está
notable, es una especie de parodia de La vida breve y de Dejemos hablar al viento
de Onetti. En esta el Colorado prende fuego a Santa María. Pero creo que estaba
equivocado, porque esta es la novela más experimental de Mario Delgado Aparaín y
la más cervantina.
En Onetti el incendio es una parte y no
la más importante, de Dejemos hablar al viento.
En El Hombre de Bruselas la idea de
prender fuego a un pueblo ficticio es el motor de la novela, lo que la hace
arrancar y moverse, así como en la 2da parte de El Quijote la necesidad de
publicar ese preciso libro, esa 2da parte –para desmentir al falso quijote de
Avellaneda- es el motor de esa novela.
Es decir, los dos, Cervantes y Mario
Delgado Aparaín para resolver un problema de la ficción, escriben otra ficción.
Y con eso le proporcionan una realidad de cajas chinas a lo narrado, en la que
el lector entra cómodamente y en la que en determinado momento deja de
preguntarse, esto es real, esto es la ficción, esto es la otra ficción dentro
de la ficción, porque todo entra cómodamente y se desplaza con una felicidad
envidiable y lo que importa de verdad es seguir a los personajes, verlos vivir
y equivocarse y sorprenderse de que la vida tenga tantas coincidencias y sin
embargo acertemos tan poco, que es lo que importa siempre en cualquier novela.
Tuve la suerte de ver crecer a este El
Hombre de Bruselas desde que era chico, casi un gurí. Mario Delgado Aparaín me
fue pasando versión tras versión, lleno de dudas, peleándolas como un gato
entre la leña, y pude ver cómo iba cambiando. Cómo iba cambiando total y
radicalmente en cada versión, porque no solo cambiaban los nombres de los personajes,
cambiaban los físicos de los personajes, y cambiaba su importancia y su lugar
en la historia y cambiaba toda la historia, se iba moldeando, doblándose sobre
sí misma, desplazándose y pegando volantazos como si fuera un camión sin frenos
y salir por donde menos se esperaba.
Un ejemplo solo: en la primera versión el
crítico literario era uno de los 2 ó 3 personajes principales. En la última
estaba en el pelotón de los nueve o diez personajes secundarios, había cambiado
de nombre por lo menos dos veces y había engordado muchísimo y era tan pero tan
mediocre que más que inquina ya inspiraba lástima.
A la inversa, hubo personajes secundarios
como la secretaria Carmela Rustaveli que terminan siendo el eje de la novela y
son los que le dan un sentido de reafirmación de la esperanza, de que siempre
tenemos oportunidad de salvarnos, de encaminar la vida, y de que siempre
depende de nosotros aprovecharla o dejarla pasar. Y para eso no vale de nada
los lamentos y la baja autoestima.
Todos estos cambios obedecen al ritmo que
tiene la novela, un ritmo endemoniado, donde todo parece girar en espiral,
desplazándose continuamente, como dijo un crítico en brecha, de plano en plano
con la facilidad y con la velocidad de una partícula subatómica.
Reitero que es la novela más cervantina y
más experimental de Mario Delgado Aparaín pero ninguna de las dudas que tuvo al
escribirla, y vaya si las tuvo (me llegó a preguntar cómo es posible que
viajando en ómnibus un personaje saliera de minas y apareciera en mosquitos;) se
nota en lo más mínimo. Al contrario hay un pulso firme que avanza en espiral,
desplazándose de protagonistas y envolviendo al lector un ambiente lleno de
equívocos y de tristeza de un pueblo donde todo el mundo habla de irse pero
casi nadie se va, un pueblo que está harto de su alcalde, un alcalde que está
al límite de la vida y de su mandato, y que no sabe cómo hacer para manejar la
magnitud de su fracaso.
En su libro anterior, Vagabundo y Errante,
donde nació el Narrador Correa, Aparaín narra en uno de los cuentos la historia
de un embajador de un país que deja de existir, Yugoeslavia, y de un asesor
cultural del gobierno que se queda sin premio para su concurso de historietas;
ante ese fracaso empieza a soñar, a imaginarse en el delirio de vivir en las
páginas de un cómic, de vivirse como si participara dentro de las páginas de
una historieta, viviendo los peligros en cada cuadrito o viñeta. Este
deslizarse hacia otro mundo, que Mario Delgado Aparaín probó en el libro
anterior, yo creo que le dio el registro necesario para dar el paso que da en El
Hombre de Bruselas.
Es decir, no estamos frente a una novela
histórica monumental como No robarás las botas de los muertos, sino que estamos
en una historia que parece chica pero que es profundísima, que lo era la
aparentemente sencilla historia del Negro Johnny Sosa.
Aquella novela corta transcurría en
Mosquitos y de algún modo era la historia de una resistencia al poder que
terminaba en algo personal, algo del propio Negro Johnny Sosa, la búsqueda de
la afirmación de sí mismo, la felicidad de encontrarse mejor consigo mismo.
Esta novela de El Hombre de Bruselas y
esta es solo una de las muchas lecturas posibles, narra de algún modo una
historia no de resistencia sino de ejercicio de poder, del desgaste profundo
que da el ejercicio continuado del poder y termina en algo personal,
intransferible, la búsqueda de la afirmación de Carmela Rustaveli, la búsqueda
de la felicidad que aparece como de la nada, como si en las dos novelas cortas
sin proponérselo Mario Delgado Aparaín dijera que siempre siempre tenemos una
segunda oportunidad y que frente a cosas tan fuertes como el prestigio del
poder y el prestigio de la literatura no podemos olvidar que somos de barro y
hueso, que de última lo que todos queremos es ejercer el derecho insobornable a
intentar ser feliz.
(Texto
leído en la presentación de la novela en la Feria del Libro 2011 y publicado en Revista Relaciones
en el número 332 de febrero 2012)