Presencia en el área (cuento)

"La Felicidad no existe, existen los momentos felices". El letrero nuevo en la única columna del bar Asturias, seguramente puesto por el gallego en un momento infeliz, me llevó a pensar, quizá por primera vez, en la pregunta de qué cuernos querría decir la gente con eso de la palabra Felicidad. ¿Tendría algo que ver con ese paisaje de pájaros azules sobrevolando lagos, pinos y montañas nevadas?
–Un jugador con presencia en el área, el "Torito" Urtain –la voz me sacó de esos devaneos insustanciales– Rufino Walter Urtain, sí señor, ¡qué presencia! –sentenció el gordo Zabaleta, repantingándose en la silla a modo de introducción.
–Porque, vean ustedes, para ser un buen back –expresó estudiando su escarbadientes– un back como los de antes, no es cuestión de meter y meter o de tener sólo fuerza, garra...
–...y presencia –acoté yo.
Todos me miraron. Sentí una patadita por debajo de la mesa. Seguro el Chueco pensando ¿otra vez de vivo? Los gurises no opinan, y menos cuando ellos todavía no han elegido el tema. En realidad, en este boliche, a los gurises sólo los dejan escuchar. Y si uno no quiere caer muerto de aburrimiento en el pasto o agarrar una insolación en la plaza, bueno, tiene que morderse la lengua y escuchar. Por lo menos hasta que termine la siesta.
–Sí señor –se mosqueó el gordo– pero no todo el mundo sabe lo que quiere decir esa palabra. La presencia en la cancha es, cómo lo diría, algo como una fuerza... no, algo menos, algo así como una corriente... una energía –se le iluminó la cara y los ojos se le agrandaron– sí, como una energía, una energía invisible que hace pensar al contrario antes de entrar jugando la pelota en el área. Es lo que turba a los delanteros, los desconcierta, los obliga a patear de afuera, les enrieda el pensamiento.
Dio una pitada profunda pero no la terminó. Habló con la boca llena de humo.
–Hace que se inviertan los papeles y que la responsabilidad del gol le pese al que patea y no al que ataja –nos miró uno por uno y agregó:
–Un jugador con presencia provoca en los rivales la ilusión óptica de que el arco se achica: aumenta la posibilidad de errar incluso un gol cantado. Se trata de un jugador que juega sin pelota. No manda, reina en su zona. Tiene aquello que explica lo imposible, tiene presencia.
Dio otra pitada y, con gesto meticulosamente teatral, contempló, abstraído, el cigarro entre los dedos. La ceniza voló con un tinguiñazo del anular. Luego se apoyó en la mesa, como si fuera a decirnos un secreto, y dijo:
–En pocas palabras es lo más parecido, en la cabeza del rival, a una amenaza.
Tomó un traguito de grapa. Nadie dijo nada hasta que el Gordo pareció recordar algo y me miró:
–Y eso no se aprende así nomás. Ahora ni los jugadores tienen idea de qué es eso. Cuanti más los muchachos...
–Y qué quiere, se creen que lo saben todo –Don Mendizábal, el otro cronista oficial de la polémica me fulminó con la mirada y cabeceó tristemente:
–No tienen espejo, no escuchan a los mayores –se metió un palillo entre los dientes, entrecerrando los ojos– Así anda el mundo.
Zabaleta pareció revivir con esa afirmación y dio por terminado el prólogo.
–Bueno, como les decía –sonrió– ese Toro vasco tenía una fuerza tremenda, no se cansaba nunca, parecía de fierro, siempre encimando, luchando, ganando espacio, ordenando la defensa, incomodando a los rivales, nunca dando por perdida una pelota... Ah, yo era chico pero me acuerdo que en esa época ya se había retirado el Melenita de Oro Sburlatti, padre del actual Pelao Sburlatti... En cuestión de meses "Torito" se convirtió en la figura del Real Hervido, que por aquel entonces era otro cuadro más del Barrio Amanecer, de gente pobre pero limpia, sí, pero todavía sin laureles. ¡Je! Me acuerdo que hasta hubo hinchas que le cosieron el nombre en la bandera, algo realmente novedoso para un futboller de aquella época. Fue ahí, creo, que le pusieron el sobrenombre de "chorizo de matadero"...
Se hizo un silencio artificial, espeso, asfixiante, como de manteca de cerdo o dulce de leche. Un silencio lleno de moscas.
–¿Por qué?– preguntó una voz que, para mi vergüenza, reconocí como mía.
–"Pura garra y corazón..." –recitó Mendizábal y todos largaron la carcajada.
El gordo se solazó con esa pequeña venganza y prosiguió:
–Jugó una punta de años en el Real. La gente de los clubes grandes se cansó de venir a buscarlo, pero no quiso irse nunca, decía que iba a extrañar en la capital. Yo estoy seguro que él sabía que si aceptaba, la cosa no paraba allá. Sabía que se iba a terminar yendo.
–Y sí, de la forma en que defendía ese cristiano –acotó Mendizábal– seguía expreso pa'l extranjero....
–Nunca me voy a olvidar el gol que hizo en aquella final, frente al Deportivo Tulipán –evocó el gordo– ¿te acordás, Mendizábal? levantan un corner y Urtain se eleva en el área chica. El arquero también y logra agarrar la pelota con las manos. Chocan los dos en el aire, pecho contra pecho, dicen que se escuchó un crujido, y caen los dos, el arquero al suelo, desmayado, la pelota adentro. "Torito" se levantó como si tal cosa y corrió a gritar el gol con la hinchada.
–Me acuerdo, sí, cómo me voy a olvidar, estaba tan alegre, se ve que no conocía lo que le había pasado al pobre muchacho.
–Cinco minutos estuvo inconsciente. Las radiografías dieron conmoción en los discos de la columna vertebral, y Torito gritaba como si hubiera estornudado.
–Qué esqueleto privilegiado. El lo usaba a discreción, yo me acuerdo, no sé en qué partido, que le tocó marcar a un nueve livianito pero rápido como los dioses; la segunda vez que lo eludió tomó la decisión: "este no toca otra pelota en este partido". Lo esperó manso, lo endulzó mostándole la pelota, haciéndose el lento, la levantó como para bombearla al otro arco y ahí el tipo entró. Se la quiso robar de cabeza, con una moña sutil, y el vasco no le bajó la pata ¡se tiró cortito a cabecear! Se imaginan, no, la frente del Toro contra la cara del nueve distraído...
–No tocó pelota en el resto del campeonato. Me acuerdo, cómo no, fue contra un combinado de la zona del Yaguareté Chico. Ahí fue donde se hizo fama de sucio, algo totalmente injusto. Ya sé que ver como sangraba el otro impresionaba, pero, che, el juez lo echó por ¡cabecearle la cabeza!
–Y así está todo hoy –insistió Mendizábal– ya no se conoce la diferencia entre juego viril y juego sucio.
–¿Y por qué no cuenta aquella final de su amigo el limpio contra el Atlético de la Guarda? –la voz surgió de atrás del mostrador. Nos giramos asombrados, porque todos conocíamos el timbre pero no ese tono en la voz del Flaco Morán. Laborioso, como si fuera otro el que hubiera hablado, continuó secando un vasito con la misma meticulosidad de su bigote rectilíneo.
–No. No me vendrás con la misma milonga de siempre –se indignó Zabaleta.
–Pensá en estos gurises, no se lo merecen –invocó, para mayor asombro, Mendizábal, que casi nunca pedía nada– Están en plena formación. Qué pueden sacar de esas fantasías...
El Flaco, enfundado en su saco y camisa blancos, no levantó la vista de su cristalino pretexto. Sabía –sabíamos– que había llegado al límite de lo aceptable en un mozo que se precie de tal: no discutir nunca de política o de fútbol. Sabía –sabíamos– que la única iniciativa en ese terreno la tenía el cliente.
Pasaron algunos minutos de silencio, los suficientes para que quedara claro que ninguno de los polemistas oficiales haría uso de ese derecho. Durante ese lapso, el Flaco miró el vasito a trasluz y, satisfecho, lo depositó debajo del mostrador.
–¿Y se puede saber qué pasó?
Todos me miraron. El tono despreocupado no fue muy convincente porque la voz se me aguzó y en la última palabra me salió un gallo. Para reafirmar mi condición de cliente, di un golpecito sobre la mesa. Antes de hablar carraspeé fuerte, para curarme en salud:
–Un pomelo, Flaco. Bolita Sport, si puede ser.
Luego de escrutarme como a una porcelana vieja, los polemistas siguieron en silencio los movimientos del mozo. Desconfiaban. (¿De cuándo acá andaba yo con plata para pagar una Bolita? ¿y de cuándo acá quería?)
Inseguros, sin perder de vista cómo el mozo tiraba frente a mí, con gestos precisos, dos círculos de cartón desteñido para luego depositar en ellos la botellita y el vaso de rigor, intercambiaron miradas y evaluaron la idea de irse, pero la inercia de la hora pudo más. El silbido de la efervescencia del refresco se perdió en el aire con la misma facilidad con que desapareció la chapita en el bolsillo del Flaco Morán. Cumplido su deber, se dio la vuelta, colocó la servilleta de tela blanca sobre el hombro y apoyó la espalda en el mostrador. Sin dejar un momento de mirarme a los ojos, dijo:
–Vos y tus amigos no lo habrán oído nombrar nunca, pero acá vivió el mejor jugador de todos los tiempos. Sí, sí, aunque no lo crean, ríanse. Este tipo tenía condiciones inhumanas. Parecía haber nacido con la pelota atada al pie: la dominaba como si fuera una foca o como si tuviera un imán. Se llamaba Azriel Pérez pero todos en el pueblo le decían como el padre, Elroy. Jugó toda su vida en el Atlético De La Guarda, un club que tampoco habrán oído nombrar porque desapareció, pero que en su tiempo fue el orgullo de toda la zona ¡Qué cuadro! Mientras jugó Elroy fue imbatible.
–Tampoco hay que exagerar, algún partido perdieron –se mordió Mendizábal.
–Sí –concedió el Flaco– los que no jugó él. Si lo hubieran visto, gurises, era un relámpago con pelota, imposible sacársela. Aunque era más bueno que el pan, gambeteaba como un demonio: parecía que tenía alas y por el camino dejaba el tendal. Vos lo encarabas y él, sin un esfuerzo, pegaba el esquinazo y te dejaba pagando. Tenía una cintura envidiable, velocísimo. Por algo le decían "Cinturita de mimbre"...
–Eso es cierto –acotó Zabaleta– era un dribleador de una técnica tremenda... lástima –se tocó la sien– la azotea.
–No sólo tenía una agilidad pasmosa –siguió el Flaco Morán– sino que se daba el lujo de eludir a un rival, esperarlo con la pelota y eludirlo en sentido contrario. A veces lo hacía con más de uno: yo lo vi hacerlo hasta con tres tipos. Uno atrás del otro, los eludió para adelante y luego paró la pelota, volvió y los eludió de nuevo.
–¡Era un desvergonzado! Ningún hombre puede, delante de todo el mundo, permitir un humille así, –se indignó Mendizábal– por eso ligó lo que ligó, por pasarse de vivo...
El Flaco lo miró como si la irritación le fuera desconocida, como si nunca hubieran hablado del tema. 
–En parte es cierto –consintió– Como no lo podían parar, le pegaban y más de una vez se ligó un piñazo por eludir de gusto. Pero para mí no era el humille lo que calentaba a algunos; era la idea de que jugara por jugar lo que no podían soportar. Porque Elroy jugaba por gusto, por auténtico gusto.
–Y qué querés Morán –terció, inevitable, Zabaleta– sí, genial, practicaba un fútbol de circo: vistoso, colorido, alegre ¡pero la gente quiere goles! ¡el cuadro quiere ganar! ¡los dirigentes quieren campeonatos! Y vos venís con poesía... andá... –se removió en el asiento como si fuera a irse, pero no hubo consecuencias.
Esperamos la réplica de El Flaco, pero no se le movió ni un pelo: en la línea del bigotito se le notaba la sorna.
–Yo, lo mismo que ustedes, no lo llegué a tratar –dictaminó Mendizábal y todos giramos la cabeza siguiendo sus palabras– pero una tía mía sí y aunque jugara como los dioses, ese tipo no era del ambiente de fútbol. Era poco serio, por eso pasó lo que pasó.
Parecía que iba a seguir y develar el desenlace pero bajó la cabeza hasta tocarse el pecho con la barbilla. Quedó como rememorando o, mejor, dando el tema por concluido. Cayó sobre nosotros un silencio vasto, como si la mente de cada uno se esforzara en hallar el sentido de lo dicho y eso fuera inabarcable, incomprensible. Miré el vaso de pomelo, que chorreteaba y desteñía el cartón redondo con la marca Cinzano. Empezaba a lamentar haber rifado en esa insignificancia que segundo a segundo perdía su frío la entrada a la matineé del domingo. Recordé que daban una de cowboys y otra de gladiadores, con Víctor Mature, y no pude aguantarme:
–Pero ¿se puede saber qué fue lo que pasó entre el Torito y este jugador?
Mis palabras sonaron más exasperadas de lo que imaginé. Descubrí en los ojos del Flaco un matiz inequívoco de desaprobación. No sólo no quería contestarme, sino que no podía. Yo era un gurí y había ido más allá del límite, había violado un pacto implícito en las leyes del bar: haber pedido un pomelo me daba derecho a oír al mozo, no a dirigir su conversación. Supe enseguida lo que pensaban todos. Debía ubicarme en mi lugar. Y escuchar.
No precisé mirar para saber que los cronistas cabeceaban escépticos,  pero el Flaco optó por perdonarme la vida y tras atusarse el bigote con aire distraído, ignoró mi pregunta y continuó la charla como si nada.
–Sé lo que querés decir, Mendizábal, aunque yo no comparto que fuera por eso. Pero en parte tenés razón. Si bien era pacífico, no era un jugador fácil. Discutía. Cuestionaba todo, táctica, jueces, compañeros, rivales...Hasta él mismo se cuestionaba: su técnica, cómo mejorarla, con cuántas horas de práctica. Cuestionaba, pero con altura. Ni una palabra más alta que la otra ... pero era discutidor, eso sí.
–... ¿No les dije? Eso mismo dije yo hace un rato, era un filósofo –interrumpió Zabaleta.
–Llegó al extremo –siguió Morán, ignorándolo y, en gesto conciliador, dirigiéndose sólo a mí– de cuestionar hasta las mismas reglas de fútbol.
Como si le costara expresar lo que venía a continuación, extendió el repasador blanco de limpiar las mesas, lo miró a trasluz, lo dobló en dos y se lo volvió poner al hombro. Este gesto despejó la incomodidad y dijo con todas las letras:
–Aunque parezca mentira, cuestionaba el gol.
–¿El gol? –se le escapó al Chueco.
Mendizábal intercambió una mirada cómplice con Zabaleta, pero este no la contestó. Parecía preocupado.
–Sí –dijo El Flaco– justamente el gol. El decía que porqué el futbol, siendo un juego tan lindo, tenía que acabar, necesariamente, con la alegría de una parte del público y un balde de agua fría para la otra.
Algunas sonrisas, y no todas de soberbia, se dejaron ver en la mesa. Miramos al Flaco con una mezcla de humor y expectación que él evaluó cuidadosamente antes de seguir. Era claro que no quería hacer el ridículo frente a los polemistas. Por mi parte –lo habría negado si me lo hubieran preguntado– comencé a sentir que el tipo de la historia me caía simpático.
–Se preguntaba –dijo El Flaco– porqué por un centímetro de más o de menos, la gente tenía que sentirse en el cielo o en el infierno. Porqué, si pudiendo ser todos felices, teníamos, por un roce contra un palo o un viento en contra, que andar con esa amargura que te pudre la sangre por dos o tres días, y con la que afligimos hasta a los seres más queridos, a los familiares, a los amigos…
–Y porque en el fútbol, no hay otra –reflexionó en voz alta, para beneplácito de los polemistas, el Chueco. Sin duda el tema le interesaba: normalmente era un tipo callado y con un enorme miedo al ridículo.
–Bueno, él no estaba de acuerdo con eso. Decía que no, que había otra jugada que tenía más emoción que el gol y que hacía sufrir y disfrutar a todos por igual, sean del cuadro que fueran. A falta de nombre, la llamó el casigol. Aclaraba, modesto, que requería de una gran pericia y temple, y que podía iniciarse en cualquier jugada cercana al arco, como ser un corner o un tiro libre. Desde ahí la pelota, tirada con efecto, rozaba sin traspasar la línea de gol, recorriéndola de palo a palo sin entrar. Todo el público, de pie, exasperado por la lentitud –el mejor casigol era el más difícil de todos, era el lento– asistía, con el corazón en la boca y bajo un silencio absoluto, a ese momento dramático de segundos como siglos, en que el balón parece titubear, sin resolverse, frente a la zona de peligro, hasta que alguien lo saca o se va solito nomás dejando una hendija contra la línea. Entonces ahí, en la tribuna, se confundían, por opuestas razones, el suspiro de alivio con el grito contenido en la garganta y sólo se oía un rugido de satisfacción.
El Flaco inspiró, bajó los ojos y prosiguió, íntimo, casi en secreto:
–"Diría que hasta de felicidad" decía Elroy.
Con lentitud el Flaco sacó un cigarrillo y tras estudiarlo detenidamente, se lo puso detrás de la oreja y sonrió.
–Lo logró un par de veces, y le bastó –la voz se le puso grave– "Allí, –le dijo a mi padre– en esa jugada, está, no sólo la verdadera naturaleza del fútbol, sino el poder de su gloria, que no es otro que conmemorar el más allá, el casi, la destreza de la forma, la elegancia ineficiente del ballet, su maravilla visual, el repentino deslumbre de la inspiración en movimiento. Es allí donde se aleja el deporte del resultado de derrota o victoria y retorna, modesta, popularmente, a ligarse o a religarse con su origen, con el arte, con el Espíritu".
El Flaco nos dio la espalda, no sé si por pudor o emoción, y se arqueó sobre el mostrador para servirse un vasito de grapa. Hizo fondo blanco y nos miró en silencio, como dando por concluido la historia.
Los polemistas negaban con la cabeza, haciendo gestos inauditos de asombro y hasta refunfuñando, pero sin romper el silencio, reprimidos por el obvio propósito de no agregar más leña al fuego. Era evidente que no querían hablar más del asunto.
Miré mi vaso, ya sin pomelo. Calculé el riesgo del desubique, imaginé cuántas semanas podrían pasar hasta que me dejaran volver a sentarme en la mesa y no lo pensé más:
–¿Pero qué fue lo que pasó en esa bendita final?
Contrariamente a lo esperado, el Flaco Morán y Zabaleta se miraron como si estuvieran enfrentados en un callejón. Parecieron dudar, pero las ganas pudieron más y el gordo, con voz de relator, disparó primero:
–Fue el último partido de Elroy Pérez. Hay que entenderlo, la tabla estaba al rojo vivo, y había mucha bronca acumulada contra él. Era bravo verlo salir otra vez Campeón del Zonal y particularmente había algunos que estaban dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de evitarlo...
–...en primer lugar el "Torito" Urtain, no sé porqué no lo decís –acusó el Flaco.
–A eso iba, resulta que en el partido de ida Elroy le había hecho dos caños seguidos a "Torito" y por más que este lo corrió por toda la cancha lo echaron antes de que lo alcanzara. Después de eso todo el pueblo sabía que Elroy lo evitaba...
–No, estás equivocado. El no le tenía miedo. Lo que quería era evitarle la cárcel o peor, que no volviera a jugar por el resto del campeonato.
–Bueno, por lo que sea. El caso es que estuvo practicando algunas tácticas con "el Canilla" Massa, un back con fama de hachero y pocos escrúpulos. Las malas lenguas dicen que entre los dos se pusieron de acuerdo para que ése fuera el último partido de Elroy. Y la verdad –estiró los dedos gruesos por toda la mesa y se explayó– es que lo lograron.
–Pero no como ellos pensaban ¿por qué no contás todo? –se indignó por primera vez el Flaco Morán– Mirá o hablamos en serio o nos dejamos...
–La verdad –interrumpió Mendizábal– la pura verdad, es que esos dos se prepararon para quebrarlo a la primera de cambio. Y para eso tuvieron el apoyo de algunos dirigentes, que lo "arreglaron" al juez y les consiguieron una franquicia durante la primera media hora, para que hicieran lo que quisieran. El día del partido dejaron pasar unos minutos para disimular y para que Elroy se metiera en el juego. Lo dejaron arrimarse al área, le dejaron sacar algunos conejos de la galera para que se entusiasmase y luego procedieron a talarlo en la forma más artera posible. Hubo un centro a la olla, Pérez salta con Urtain, logra cabecearla despacito para bajarla al piso pero el otro le clava un codazo brutal, se arquea de dolor y cae mal, justo donde la plancha de Massa lo va a barrer del mapa. Ahí, creo, es donde sucede algo que todavía no está claro...
–Elroy cae, con la espalda curvada por el dolor –agrega el Flaco– pero aunque parezca increíble el que llega primero al suelo es Urtain. Recibe el planchazo de Massa, que le parte la tibia en dos, y se defiende con un codazo bestial que le saca el hombro a su compañero. Y acá viene lo increíble,  Elroy aterriza sobre los dos y cae como una seda. Se levanta como si fueran un colchón, se para, domina la pelota y encara al arco mientras los dos se quedan retorciéndose de dolor. El arquero lo mira, clavado como una estaca, sin saber si salir o quedarse, molestado por el bulto de sus compañeros, con los ojos fijos en los pies de aquel demonio con pelota...
–La gente, de pie, entre insultos por la omisión del juez, gritó el gol por adelantado, indignados por tanta mala leche junta y sobre todo enardecidos por la calidad de Elroy, que gambeteó al arquero y lo dejó tirado y... se paró frente a la línea del arco vacío. Miró a la hinchada un rato largo, un rato en el que ellos gritaron cada vez más, los vio agarrarse al alambrado como si lo fueran a arrancar, y entonces, antes de que lo alcanzara un defensa, bajó la vista...
–...y tiró un balinazo que pegó en los tres palos y adentro. Golazo.
–La gente, toda la gente, se paró para ovacionarlo, entre insultos y gritos que salían de las entrañas mismas de la catarsis –explicó doctoralmente Zabaleta– pero lo que hizo Elroy los dejó secos en sus lugares: se sacó los botines, los ató por los cordeles y los tiró como si fueran unas boleadoras contra el travesaño. Los miraron hipnotizados, como se miran las pesas colgantes de esos relojes de péndulo. Cuando, se juntaron Elroy ya había enfilado para el vestuario y desaparecía en el túnel, sin mirar a nadie. Y esa fue la última vez que se le vio. Nunca más supimos de él –dijo rememorándolo como si realmente hubiera estado allí.
Un silencio enorme se escurrió inquietante bajo la mesa. Nadie se atrevía a romperlo hasta que el Gordo intervino:
–Para mí que cuando vio la garra y el encono que le tenían esos dos tomó conciencia de que el fútbol no es juego para poetas. Y mucho menos para samaritanos. Es así, qué le vamos a hacer, con el talento no alcanza. Y hay algunos que no aguantan la crudeza de esta verdad –sentenció.
–Para mí no tuvo nada que ver con eso –dijo el Flaco– Para mí que, después del gol, al ver toda la gente en ese estado de locura, de rabia desatada, se dio cuenta lo lejos que estaba todo de su pensamiento.
–Lo que yo digo, se dio cuenta que no era lo suyo –resumió el gordo Zabaleta.
–Nada de eso –cortó Mendizábal, y el ambiente se partió al medio
como si hubiera disparado una pistola de rayo láser.
–Lo sé porque después de una punta de años el Torito Urtain se lo contó a Zulma, mi tía, que en ese entonces era su novia.
Nadie esperaba ese tono, máxime cuando los otros dos polemistas ya se estaban poniendo de acuerdo.
–¿Y qué pasó? –pregunté con cierto resquemor. No quería meter la pata de nuevo, aunque a esas alturas ya nadie se fijaba en las leyes del bar.
–No fue por lo que vio ni antes –la voz de Mendizábal pareció envejecer por el esfuerzo– ni después del gol. Torito dijo… dijo algo raro, para mí que se insoló. Dijo que cuando estaban en el aire, enseguida de que lo codeó a Elroy, sintió como una fuerza alrededor, y un zumbido, y por eso alzó la cabeza. Casi lo encandila el sol, que estaba arriba de Elroy, pero el repetía una y otra vez que estaba seguro de lo que vio.
Contuvimos la respiración. Todo el bar pareció suspenderse en una pausa interminable.
–Además –siguió– Yo siempre dije que una fractura tan importante como la que sufrió Urtain le pudo haber jugado una mala pasada. A veces el dolor nos hace ver cosas… Son grandes impresiones.
–¿Pero qué fue lo que vio? –apuró increíblemente el Gordo Zabaleta. Era evidente que a nadie le importaban los divagues médicos de Mendizábal (y hacían bien, porque después de todo se había jubilado como cerrajero).
–Pueden ser cosas… Bueno, en concreto dijo que en ese instante vio como dos sombritas alrededor del cuerpo arqueado de Elroy.
–¿Sombritas? –murmuró el Chueco sin poder evitarlo.
–Mmhm, sí. Repito que las vio por menos de un segundo. Estaban en el aire, pero a él le parecieron alas.
–¿Qué?
–Como lo oyen. De ahí el zumbido, y por eso se mantuvo en el aire el tiempo exacto para que Torito cayera podrido y lo agarrara la azada del Canilla. Mi tía incluso decía que en medio del dolor brutal de la fractura el Torito miró hacia arriba y se encontró con el Elroy, que bajaba suave y que un segundo después escondía las alas. Dijo que lo vio cohibido.
–¿Cohibido? –a diferencia de nosotros, el Chueco había decidido hablar, pero solo repetía la última palabra.
–Así decía ella. Lo demás ya lo saben. El tipo aquel, porque para mí Elroy era un tipo, no un jugador, se fue del estadio enseguida. Y del pueblo, nunca lo volvimos a ver.
–¿Y cómo explicás lo de las alas? –dije.
–¡Y yo qué sé! –protestó Mendizábal– Habrá sido una insolación del Torito.
Todos callaron como si alguien hubiera puesto un sapo en el centro de la mesa. Los vi, y nos vi, perplejos, dubitativos, disminuidos, súbitamente infantiles. Sentí una extraña serenidad, una sensación de lejanía. Miré los pájaros azules, uno en particular, y pensé en los ojos grises  de Elroy –ya había decidido que eran grises– expresando el asombro de sentirse descubierto. Asentí satisfecho, y apuré sin prisas el pomelo que quedaba en el botellín. Me fui feliz, porque la plata había estado bien invertida. Ya no importaba perderse el cine ese fin de semana.