Allí salió la versión portuguesa del libro, en Porto Alegre, a cargo de la Editora Coragem y con la traducción de Gabriela Petit, que presentamos en la Feria del Libro de esa ciudad el 9 de noviembre de 2024 junto con Andrea Barrios y el autor del prólogo Luís Augusto Fischer. También salió una reseña en una revista Flash Vip de Santa Catarina, escrita por Ricardo Machado (ver abajo)
Luís Augusto Fischer es un académico gaúcho y una gran personalidad en la cultura de Porto Alegre. A continuación el prólogo realizó para el libro traducido al castellano por Fernández de Palleja:
PRÓLOGO
Un surrealista tranquilo, un Kafka sin tragedia
Luís Augusto Fischer
Señor, señora, ¿conocen la obra de Mario Levrero?
¿No? ¿Y usted tampoco?
No se preocupen ni se incomoden. No estuvo en ninguna lista de los más buscados, los más vendidos ni de los más a la moda en ningún momento. No tenía ni la edad ni el volumen de obra suficientes para haber participado del “boom” de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad de los años sesenta (García Márquez, Vargas Llosa, Julio Cortázar, José Donoso y otros eran mayores que él). Además, no tenía nada de exótico (a los ojos europeos) ni de vanguardista (según la regla parisina) al punto de tener el encanto inicial que hizo que los escritores mencionados despertaran el interés mediático.
Inclusive al contrario: aficionado a la literatura policial y de ciencia ficción, géneros vulgares y masivos de arte, Levrero, además, se sumergió sin miedo en el mundo de la escritura para el mercado, como se puede ver claramente en los crucigramas que vendió y le garantizaron el dinero que durante un tiempo pagó sus gastos. También fue librero de usados, publicó un improbable Manual de parapsicología, hizo intentos como cineasta y fotógrafo, fue editor de una revista de variedades. Nada cerca del glamour literario aristocrático que suele rodear a las grandes figuras.
Para completar el panorama, en su literatura no se encuentra el sentido metafísico refinado de un Borges ni el tormento dostoievskiano de su coterráneo Onetti; no se entra en contacto con mundos primitivos como los de García Márquez ni se hace una crítica organizada del mundo en novelas como las de Vargas Llosa, ni se regodea en creaciones sutiles y elegantes como las de Cortázar.
Quien lee a Mario Levrero se encuentra -si se me permite la comparación- como aquel reflexivo Alberto Caeiro, una de las voces de Fernando Pessoa, en el poema “El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea”. ¿Lo recuerda?
El poeta argumenta que el Tajo es más bello que el río que pasa por su aldea pero, paradójicamente, no es más bello que el río de la aldea simplemente porque el Tajo, el gran río nacional portugués, aquel gran río que desemboca en el mar y que llevó a los navegantes lusos a partir a conquistar el mundo, el Tejo es, finalmente, un río del mundo, de todo el mundo. Mientras que el río aldeano pertenece solo a la aldea. “El río de mi aldea no hace pensar en nada. / Quien está al pie de él solo está al pie de él.”Quien lee a Mario Levreo no es conducido a ninguna postura trascendente a partir de la cual todo el mundo cobra sentido. Quien lee a Mario Levrero solamente lee su obra.
(Pero, acá entre nosotros, lo que descubrimos de nosotros mismos al leer Dejen todo en mis manos, en sus Irrupciones o en el fabuloso libro final La novela luminosa...)
Nacido en Montevideo, Uruguay, Jorge Mario Varlotta Levrero vivió entre 1940 y 2004. Publicó más de veinte libros, entre narrativas extensas y breves, historietas, libretos y crucigramas. Vivió básicamente en su ciudad natal, con períodos en otras ciudades uruguayas, Buenos Aires y Rosario en Argentina y en Bordeaux, Francia.
En sus últimos años de vida, Levrero dirigió un taller literario relativamente prestigioso. Y fue en ese momento en que se inició su contacto con Pablo Silva Olazábal, quien fue pacientemente conversando con el particular maestro y coleccionando las impresiones, convicciones e historias, tanto vividas como imaginadas, que dieron como resultado el libro que ahora se publica.
Aquí, por ejemplo, aparece la teoría -nunca defendida como una teoría literaria, jamás presentada con solemnidad alguna sino siempre relatada con la verdad de la convicción- del arte como una hipnosis. Una explicación peculiar para el estado mental, psicológico o emocional, o todo eso junto, que sucede en el momento en que la chispa del arte alcanza a una persona. Levrero no se circunscribe a ninguna dimensión sociológica ni a un sendero psicoanalítico al presentar la idea; simplemente comparte con su interlocutor, y ahora con el agudo lector y la atenta lectora, una percepción suya. No enseña: relata; no adoctrina: expone; no defiende: postula.
Así como esta, muchas otras percepciones y experiencias acumuladas durante años de una intensa vida interior van apareciendo en esos diálogos, de manera agradable justamente porque el escritor no pretende nada, más allá de pensar y sentir. ¿Será una lectura apreciable, válida? La respuesta es que depende.
Depende de lo siguiente. (Doy ejemplos para intentar aproximarme a la respuesta.) Levrero cuenta lisamente que no tiene ningún problema en abandonar la lectura de un James Joyce a favor de la más vulgar de las novelas policiales: el placer de entregarse a un momento de placer vale haber descartado al tótem vanguardista.
Otro caso: cuenta, en un pasaje notable, que en su primera novela intentó deliberadamente imitar a Kafka. Además, una de las formas de aproximarnos a su literatura desde un punto de vista conceptual es considerarlo un Kafka sin el fondo abisal del gran escritor judío checo: en aquel bastidor donde reposa la intensa pero apenas insinuada tragedia humana a la que la obra kafkniana da voz, Levrero instala una capa de burlas a sí mismo, lo que genera una mueca triste.
Pero discretamente triste. Ah, claro, se me ocurre otra comparación, que además aprarece justo en este libro que el lector se apresta a leer, si ya no comenzó: Levrero prefiere ostensiblemente a Buster Keaton antes que a Charles Chaplin. ¿Entiende? Nada de aquella emocionalidad algo apelativa de Chaplin: en su lugar, la risa triste, la risa bloqueada, la risa apenas cerebral del espectador al ver la cara inmóvil, la cara de jugador de poker de los personajes de Keaton, un cómico que siempre actuaba con el mismo rostro en punto muerto.
Quien me llevó en mi vida a conocer a Buster Keaton fue Ivan Lessa; quien me dio el empujón para leer a Levrero fue Leo Maslíah, por intermedio de Arthur de Faria. (Leo Maslíah es otro genio uruguayo, una figura de la música y la literatura -búsquelo en youtube y después me dice- que no cabe en ninguna definición elemental de los valores musicales y literarios convencionales).
Diciendo estos nombres ofrezco, de corazón, al querido lector y la distinguida lectora otros puntos cardinales del mapa mental y afectivo que organiza mi ruta hacia la obra de Levrero.
Ofrezco mi sencillo testimonio de cuánto podemos aprender de esa figura que no quiere enseñar nada, de ese surrealista tranquilo, de ese loco pacífico, de ese gran y extraño escritor llamado Mario Levrero.
Luís Augusto Fischer, enero de 2024.
(traducción de Fernández de Palleja)
Luis A. Fischer, P.S.O y Demetrio Xavier |