El pensamiento autobiográfico como terapia del sí mismo
La introspección autobiográfica, el escribirse, representa
una de las terapias más antiguas de la cultura occidental y marca el nacimiento
del individualismo en nuestra civilización. En palabras de Duccio Demetrio,
“relatarnos puede hacernos sentir mejor (porque) nos libera y nos reunifica”.
Contrariamente a lo que puede parecer, el cultivo del sí
mismo dista mucho de una actitud egoísta: es una manera de tratar de explicar
–y de expresar– para qué estamos en el mundo, o lo que es lo mismo, cuál es
nuestra relación con los otros.
Esta terapia insólita y secreta conoció su apogeo en el
siglo XIX y principios del XX, con el
auge de la escritura privada a través de diarios íntimos y del género
epistolar; sin embargo, en la actualidad experimenta un poderoso renacer en los
países anglosajones, donde se crean clubes de biógrafos y autobiógrafos que ya
figuran en internet, y se convocan a concursos sobre testimonios de vida y
relatos de no ficción, de anécdotas, viajes, costumbres y de cartas sobre los
temas más variados. Esta renacer ya se extiende al resto de Occidente, en
paralelo con el uso masivo del correo electrónico y de las redes sociales, que
ha hecho que la gente se comunique a través de la escritura como nunca antes
había ocurrido.
En una sociedad cada vez más desintegrada, las personas
buscan escribir su vida como manera de escribirse, de integrarse de algún modo
a un presente desconcertante y caótico. Y para ello el movimiento natural es
comenzar yendo hacia atrás, a la narración del relato de la infancia o la
adolescencia.
No escapa a estos comportamientos nuestro país: la
proliferación de talleres literarios, junto con la multiplicación de ediciones
de autor y el aumento sistemático de participantes en los concursos, habla de
una sed de narrar –y de narrarse– que tiene muchos puntos de contacto con el
resurgir europeo de la escritura autobiográfica. Si a esto se le suma que
muchos de estos nuevos escritores superan la “edad mediana” y que publican por
única vez, sin interesarse en hacer una carrera literaria y muchas veces luego
de jubilarse, resulta claro que estamos frente al mismo impulso vital.
Tampoco es casual que Duccio Demetrio, el autor de
Escribirse. La autobiografía como curación de uno mismo, sea italiano, pedagogo
y especialista en la tercera edad: la necesidad de escribirse se expande por
países sajones y no sajones. Pero ¿qué es lo que la gente busca –y encuentra–
en este manejo, explosivo en términos de cantidad, de la pluma?
No uno, sino muchos
Todo el mundo ha experimentado en algún momento de su vida
el impulso autobiográfico. Con mayor o menor fuerza aparece en esos recuerdos,
en ocasiones nimios, que nos asaltan de improviso y sin causa aparente
–recuerdos de cosas que a veces creíamos olvidadas para siempre. Pero por sobre
todo se manifiesta en la necesidad que
se siente de contarlos, de narrárselos a la primera persona que se tiene cerca.
Tras meditarlos un poco, pueden llegar a dar una nueva perspectiva de parte de
nuestro pasado. Pero incluso cuando no aportan nada nuevo, el simple acto de
evocarlos y contarlos proporciona una gran satisfacción.
Este hecho universal es el punto de partida utilizado por el
italiano Duccio Demetrio, (Profesor de Educación de Adultos en el Departamento
de Pedagogía de la Universidad de Milán, especialista en formación permanente,
los cambios de la edad madura y los procesos de aprendizaje y autor de media
docena de libros de pedagogía) para desarrollar la idea de que escribir textos
autobiográficos puede ser una terapia eficaz y barata.
El primer efecto de un ejercicio autobiográfico hecho en
serio es el descubrimiento, sorpresivo al principio, aliviante después, de que
son muchas las voces que habitan nuestro interior. “Cada uno de nosotros”
anunciaba Rodó en Motivos de Proteo ”es sucesivamente, no uno, sino muchos”. Y este dato, cuántos yos hemos sido
a lo largo del tiempo, ha sido descrito hasta el hartazgo por muchísimos
artistas, sobre todo escritores.
“Como cuerpo, cada hombre es uno; como alma, jamás” afirmaba
Herman Hesse mientras que el español Ramón Gómez de la Serna redoblaba la
apuesta y escribía aquello de que “hay que cambiar de alma tantas veces como el
cuerpo cambia de cuerpo”. Es prudente detenerse en este tópico y recordar que,
según se enseñaba en el liceo, cada siete años cambiamos totalmente de células.
Pero los ejemplos son innumerables: casi no hay escritor que no hable de las
variaciones que experimenta su ego a lo largo del tiempo.
Esta diversidad y multiformidad del yo fue tempranamente
definida por uno de los mayores y más lúcidos autobiógrafos de Occidente:
Michel de Montaigne. En sus Ensayos afirma que “todas las contradicciones se
dan en mí alguna vez y de alguna forma. (soy) vergonzoso, insolente; casto,
lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; (...) Nada puedo decir de mí
de forma total, entera y sólida... (porque) existe tanta diferencia entre uno y
uno mismo como entre uno y los demás”.
Desde experiencias disímiles en tiempo y lugar, todos estos
artistas cuestionaron el mito de la unidad del yo, ese imperativo de coherencia
que la organización social y el estado de la civilización imponen al individuo.
Para Duccio Demetrio, la depresión grave es precisamente el
síntoma de una rendición de la persona ante esa unidad forzosa, que no tolera
la dinamicidad de sus múltiples yos. Y es que muchas enfermedades (coronarias,
asma, alergias, cáncer y un amplio etcétera) tienen su origen en los llamados
“males de la civilización”: el aumento de las responsabilidades familiares y
profesionales, la vida en las grandes urbes, el desarrollo de las
comunicaciones –que vuelve a la gente ubicua– hace imposible para cada vez
mayor número de personas la coherencia,
la continuidad de los vínculos y la fidelidad a un único proyecto.
Esta y no otra sería la explicación de este “boom autobiográfico”:
cuanto mayor es la necesidad de distribuirnos (de pertenecer y trabajar con
muchos), mayor es la de reencontrarnos.
Al repensar lo vivido y plasmarlo en la escritura, la
persona experimenta algo que cualquier escritor conoce: crea otro yo. Lo ve
actuar, equivocarse, amar. Y descubre, como autor de sí mismo, que no está del
todo seguro de haber vivido todo lo sucedido; la información que posee no es
firme, completa o confiable. Entonces siente la necesidad de llenar los huecos
y surge, de forma natural y en el lugar menos pensado, la ficción.
Existe, afirma Demetrio, una parcial explicación científica
para esta sorpresa: la pérdida progresiva de neuronas impone la tendencia al
olvido y obliga a una actividad compensatoria de ese vacío gradual.
Pero ello no explica de manera satisfactoria la ancestral
necesidad humana de ficcionar.
El pasado absuelve
Como se ha dicho, el pasado cura (ver recuadro); sobre todo
cuando la persona tiene la satisfacción de ver sus múltiples yos integrados en
un relato coherente. En el sentido sintáctico, claro, y no en el de la
coherencia de la vida cotidiana.
Según el autor, la tarea de ordenar y tejer este
archipiélago de yos requiere de un espacio y un tiempo de introspección, y lo
que es mejor, de la creación de un yo “tejedor”, textual; un narrador que una
las diferentes identidades sin asumir el rol de juez punitivo que suele vestir
nuestro yo cotidiano.
Para ello, es imprescindible una “tregua autobiográfica”, un
momento de absoluta sinceridad en el que no se busque la absolución ni se
reprochen transgresiones o denegamientos de ideales adultos.
El escritor de sus vivencias revela su propia incompletud y
también aprende a amar sus éxitos, sean relativos o escasos, porque la madurez
se manifiesta como una conversación última entre la conciencia de los propios
límites y la fantasía de su superación.
En su Libro del desasosiego, Fernando Pessoa asegura que “mi
alma es una orquesta oculta”, y agrega:
“yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino
mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual gira este
movimiento, sin que ese centro exista sino por lo que todo el círculo
contiene”. La autobiografía es, por eso, un viaje formativo y no un ajuste de
cuentas.
La vejez empieza cuando ese sentimiento de ser muchos
comienza a desaparecer. “Debo ser viejo” decía el personaje de Ramón y Cajal en
una serie sobre su vida de Televisión Española, “ya no tengo contradicciones”.
Mantenerlas todo el tiempo que sea posible es una de las
metas de la autobiografía.
Escritores anónimos
Demetrio afirma que son necesarios tres momentos antes de la
escritura: la introspección (básicamente la retrospección, el tiempo de mirar
hacia el pasado); la interpretación de ese texto lejano y que todavía no tiene
traducción al lenguaje actual; y la creación de sucesos y personajes que hagan
verosímil y coherente el relato.
Estos tres momentos (introspección, interpretación y
creación) son propios de toda producción literaria y son los mismos que
experimenta el escritor “de carrera”. La diferencia radica en que el
autobiógrafo –o escritor amateur– no necesita ni le preocupa vender su propia
obra: su interés se centra en sí mismo. Y aquí una aclaración importante: así
como la persona que saca fotos a su familia no se considera, ni es considerado,
“fotógrafo profesional” ni “artista de la fotografía” –y sin embargo utiliza
toda la técnica y el instrumental para esos fines– , así, del mismo modo, el
escritor amateur no pretende sino una expresión personal para satisfacción
propia, sin aspirar a la trascendencia pública y comercial propia del escritor
“de carrera” o profesional.
Esta distinción hecha por Demetrio no es tan clara en países
como Uruguay, con un mercado editorial en retracción, donde a excepción de un
par de casos, los escritores profesionales se ganan la vida en empleos que nada
tienen que ver con la literatura. Este hecho los iguala a la condición de
amateur y se convierte en fuente de frecuentes y poco claras discusiones frente
a la presunta aparición de escritores nuevos sin ambición literaria, que no
pasan de la crónica de costumbres, evocaciones humorísticas o la recreación de
una época, un barrio o un pueblo del Interior, y que pueblan, cada vez con
mayor presencia, talleres, concursos literarios y hasta editoriales.
No deja de ser irónico que esta pretendida “avalancha” se dé
en un país donde la publicación de memorias o autobiografía de alto vuelo sea
casi inexistente. Pero también hay que decir que probablemente este fenómeno no
sea nuevo, aunque sí lo sean sus dimensiones: ya en 1939, en Marcha, en su
columna “La piedra en el charco”, Onetti
alertaba contra los escritores de fin de semana, burgueses de profesión liberal
que, en sus ratos de ocio, destilaban una literatura provinciana y sin sangre.
El escritor amateur descrito por Demetrio produce e integra
su texto al universo familiar como se integran las fotos a los álbumes
familiares. Aunque no renuncia a dedicarse a una “carrera literaria” –ése es un
paso que no todos tienen porqué dar– tiene claro que en esta etapa el fin es
recrear su vida personal.
A través de un sinnúmero de elementos (fotos, papeles,
sitios, colores, libros, olores, etc) inicia el viaje de evocar, repensar y
rememorar las acciones y decisiones pasadas para acceder a un presente
distinto, renovado (“tengo la necesidad de fundarme en una historia que pueda
sentir mía” confiesa Pessoa).
Sin dudas lo que se
persigue al cabo de esta búsqueda es el resultado más feliz del trabajo: la
realización de un texto, porque, en palabras del Demetrio, “el texto se opone
al tiempo: es el antitiempo”. Constituye la distancia desde donde se puede, si
no ver, al menos intuir el bosque. O sea, captar los borrosos confines de la
personalidad y aceptarlos: llegar a ese momento que alude Pessoa en el que “la
vacuidad de sentirse vivo alcanza la consistencia de una cosa positiva”.
El descubrimiento de la multiplicidad se complementa así con
la búsqueda de una unidad superior, la persona que somos y que no acabamos de
conocer del todo.
Los fundadores
Para Duccio Demetrio son tres las cumbres del género
autobiográfico: Michel de Montaigne (1533-1592), San Agustín (354-430) y Jean
Jacques Rousseau (1712-1778). Al contar sus vidas, los tres establecieron a
posteriori nexos que explican el sentido (o el sinsentido) de sus existencias.
En sus Confesiones, San Agustín descubre detrás de sus
acciones y decisiones un programa, un Autor; Rousseau halla una cadena de
relaciones sociales y económicas mientras que Montaigne, en cambio, exhibe,
tanto en su estilo literario como en sus reflexiones, la falta de un sentido
final para su vida (lo que, por otra parte, lo exime de la necesidad, tan
pronunciada en San Agustín y Rousseau, de justificarse).
Esa diferencia marca también la intención de las tres
escrituras y de los destinatarios que ellas prefiguran: mientras el obispo de
Cartago escribe para arrepentirse y orienta su relato a una entidad superior,
Rousseau se justifica y excusa ante la sociedad civil. Por el contrario
Montaigne escribe por el sólo gusto de relatarse y se dirige a sí mismo.
Todo estos relatos, tan diferentes entre ellos, se
construyen sobre dos deseos contradictorios: el deseo de establecer una trama y
la necesidad de conversar.
Así, tanto la autobiografía que sigue una trama ajustada
como aquella que se escribe sin historia (o donde la trama es un fondo o eco
sobre el que vagabundea el pensamiento) buscan por vías opuestas dibujar el
archipiélago de yos conservados y perdidos y que se desprenden de la aceptación
de todo lo que le ha sucedido al
biografiado.
Se puede definir la autobiografía del escritor amateur como
un método para hablar de uno mismo, aunque sólo sea con uno mismo. Al contar su
vida, da cuenta no sólo del pasado sino que explica el presente, cómo y porqué
ha llegado hasta aquí. Y a partir de este hallazgo puede entusiasmarse con el futuro.
Por ello, Demetrio afirma que “la vía autobiográfica no es
una versión agustiniana, oriental o new age de una mística del ser, sino que es
la propuesta de la cultura occidental más auténtica y próxima a nosotros”.
Al menos no deja de ser un particular enfoque de cómo el
arte cambia la vida.
Escribirse. La autobiografía como curación de uno mismo.
Duccio Demetrio, Editorial Paidós, España 1999.
Pablo Silva Olazábal
(recuadro)
¿Escribir es terapéutico? Si alcanzó a leerlo en Italia, el
presente cable internacional habrá complacido a Duccio Demetrio.
“La Revista de la Asociación Médica Americana informó que
los pacientes con asma o artritis reumatoidea mostraron una mejoría significativa
en su estado físico cuando se les pidió que redactaran algún acontecimiento
estresante de sus vidas. Los investigadores de la Universidad Estatal de Dakota
del Norte y de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brookre reunieron a 48 pacientes con asma y artritis
y a lo largo de tres días consecutivos los invitaron a que escribieran, durante
veinte minutos diarios, sobre experiencias extremas que los hubieran afectado.
A modo comparativo, otro grupo de pacientes con asma y artritis escribió sobre
los planes que tenía para el día. Los resultados de este ejercicio,
aparentemente inocuo, fueron sorprendentes. Después de cuatro meses, 47% de los
pacientes que habían descrito algún hecho difícil de su vida mostraron una
mejoría en su estado, comparado con 24% del grupo de control. La función
pulmonar de los pacientes asmáticos mejoró 19% mientras que los pacientes con
artritis redujeron 28% la severidad de sus síntomas. Sobre los resultados,
Joshua Smith, del Depto. de Psicología de la Universidad Estatal de Dakota del
Norte, afirmó que a pesar de que parece difícil creer que una breve tarea de
redacción pueda tener impacto significativo sobre la salud, el estudio reitera
en una muestra de enfermos crónicos lo que una abundante literatura cuenta respecto
a las personas sanas. No obstante, a pesar de las mejoras clínicas, a los
investigadores les fue imposible especificar con exactitud la razón por la cual
el ejercicio de escritura resultó ser una experiencia tan intensa. Los expertos
opinan que el hecho de tener que escribir sobre vivencias personales difíciles
fue lo que obligó a los pacientes a considerarlas desde una perspectiva y a
manejarlas con mucha más eficacia.”
(Coply News Service, para semanario Búsqueda, 2/11/00)