Desde Madrid, por Rubén Arribas en su blog
Violeto
Parson, un buen día, amaneció vacío de recuerdos, con «la cabeza
apoyada en un charco» y un «olor húmedo a tierra baldía» a su alrededor.
También, todo sea dicho, con los pantalones meados. El lector podría
pensar que semejante personaje se despertaba de una soberbia borrachera;
sin embargo, en cuanto el protagonista de la novela sale de la
habitación donde ha abierto los ojos e ingresa en el mundo real,
nos damos cuenta de que su situación funciona como la metáfora de un
extravío. Parson no sabe ni cómo ha llegado allí ni dónde está ni qué
debería hacer.
Y, claro, conforme se va dando cuenta de que esa es una ecuación irresoluble, su angustia existencial crece y crece:
Violeto Parson somos nosotros el día que se nos enciende la lucecita y nos preguntamos en serio aquello de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos (digo en serio, no en plan Siniestro Total). Ese día en que, de repente, todo a nuestro alrededor se espesa, se ralentiza y hasta el clima parece «moverse con lentitud». Ese día en que no le encontramos el sentido a nada y, en vez de encontrarnos cómodos habitando este planeta azul hecho a nuestra medida, nos sentimos arrojados a él. Perdidos. Casi desterrados, diría yo.
En términos narrativos, eso es lo mejor de La huida inútil de Violeto Parson (Ediciones Dixit, 2013): lo bien conseguida que está esa atmósfera de ajenidad que envuelve al protagonista, y que se desplaza con él de principio a fin. De algún modo, es como volver a ser extranjero con Albert Camus o Diego de Zama con Di Benedetto. O un rato Vladimir y otro Estragón con Beckett.
El otro acierto está en la implosión de Parson, que un buen día no puede más con su angustia y hace katakrak:
Y, claro, conforme se va dando cuenta de que esa es una ecuación irresoluble, su angustia existencial crece y crece:
"Estoy en medio de la nada", murmuré fijando los ojos en la oscuridad de la tierra. Era como si el no saber ahogara; un problema que ardía en las sienes y me quitaba las pocas energías que me quedaban para mantenerme en pie. Tierrita observaba todo con desconcierto, sin decir nada, y hacía bien, porque nada que pudiera hacer sería capaz de alterar la verdad ominosa que me crecía por dentro y me doblaba en dos. Era como una fuerza ensañándose en mi cabeza: el aplastamiento del mundo que me rodeaba imponía a cada nuevo paso un constante señalamiento de mis limítes y anunciaba nuevas amenazas, porque esos mismos límites crecían hacia dentro y me rodeaban como un puño. Sentí náuseas.
Violeto Parson somos nosotros el día que se nos enciende la lucecita y nos preguntamos en serio aquello de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos (digo en serio, no en plan Siniestro Total). Ese día en que, de repente, todo a nuestro alrededor se espesa, se ralentiza y hasta el clima parece «moverse con lentitud». Ese día en que no le encontramos el sentido a nada y, en vez de encontrarnos cómodos habitando este planeta azul hecho a nuestra medida, nos sentimos arrojados a él. Perdidos. Casi desterrados, diría yo.
En términos narrativos, eso es lo mejor de La huida inútil de Violeto Parson (Ediciones Dixit, 2013): lo bien conseguida que está esa atmósfera de ajenidad que envuelve al protagonista, y que se desplaza con él de principio a fin. De algún modo, es como volver a ser extranjero con Albert Camus o Diego de Zama con Di Benedetto. O un rato Vladimir y otro Estragón con Beckett.
El otro acierto está en la implosión de Parson, que un buen día no puede más con su angustia y hace katakrak:
Un rumor de médula me conmovió las vísceras y en el espacio exacto de la cama llegué a sentir que me estaban por arrancar las vísceras de cuajo. Eran los propios cimientos del cuerpo los que estaban en juego en aquella lucha que estaba perdiendo y que supe que no duraría mucho más, porque yo no podía durar mucho más. Un ardor distinto, filoso al extremo, me quemó la espalda. Agotado, dejé de resistir y esa decisión se tradujo —inesperadamente— en un alivio extraordinario que dio paso a un borbollón de palabras.
Y, gracias a eso, a tocar fondo, digo, este buen hombre aprende.
Afortunadamente, Parson no es un personaje al que la finitud del ser humano o su permanente fracaso a la hora de comprender las Grandes Preguntas de Siempre lo lancen a un pozo donde esconderse y no volver a salir. Al contrario, más bien es un tipo que termina aceptando que está inmerso en una lucha donde las fuerzas son desiguales y la victoria es imposible. Además, se da cuenta de que, una vez abiertos los ojos a la lucidez, no tiene ya manera de rehuir la batalla; por tanto, lo más inteligente es pelear de frente, no perder el tiempo e ir al meollo de las cosas (al centro de ese pueblo «chato y de bordes erráticos» que esquiva en las primeras páginas y al que se dirige resuelto en las últimas).
Por último, destacaría que la cuestión existencial no queda encerrada en una mera lucha interior personal. Violeto Parson nos habla de un mundo que es un despropósito y de unos seres humanos que se empeñan en vivir unas existencias que están más cerca de la ficción, el simulacro o el fingimiento que de una experiencia vital relevante. Gente que, quizá por esas vidas sin sustancia, en vez de rebelarse contra la pobreza, la injusticia o el daño irreparable que le estamos causando al planeta, trabaja —a sabiendas o no— para que nada cambie, para preservar una suerte de «orden tan esclavizante como antiguo». Ese orden donde hoy sabemos que el 99% estamos en manos del 1%.
Visto así, La huida inútil... nos pinta un mundo que tiene bastante de «territorio inhóspito», «de tierra de nadie». Por suerte, Parson, una vez aprendido de sí mismo lo que tenía que aprender, mudada la piel vieja por una nueva cual serpiente, no se arredra y, «con paso firme y distendido», camina «hacia el centro del pueblo», es decir, hacia el meollo de su existencia. Y nosotros, como buenos lectores, en plan Clint Eastwood, con él.
Afortunadamente, Parson no es un personaje al que la finitud del ser humano o su permanente fracaso a la hora de comprender las Grandes Preguntas de Siempre lo lancen a un pozo donde esconderse y no volver a salir. Al contrario, más bien es un tipo que termina aceptando que está inmerso en una lucha donde las fuerzas son desiguales y la victoria es imposible. Además, se da cuenta de que, una vez abiertos los ojos a la lucidez, no tiene ya manera de rehuir la batalla; por tanto, lo más inteligente es pelear de frente, no perder el tiempo e ir al meollo de las cosas (al centro de ese pueblo «chato y de bordes erráticos» que esquiva en las primeras páginas y al que se dirige resuelto en las últimas).
Por último, destacaría que la cuestión existencial no queda encerrada en una mera lucha interior personal. Violeto Parson nos habla de un mundo que es un despropósito y de unos seres humanos que se empeñan en vivir unas existencias que están más cerca de la ficción, el simulacro o el fingimiento que de una experiencia vital relevante. Gente que, quizá por esas vidas sin sustancia, en vez de rebelarse contra la pobreza, la injusticia o el daño irreparable que le estamos causando al planeta, trabaja —a sabiendas o no— para que nada cambie, para preservar una suerte de «orden tan esclavizante como antiguo». Ese orden donde hoy sabemos que el 99% estamos en manos del 1%.
Visto así, La huida inútil... nos pinta un mundo que tiene bastante de «territorio inhóspito», «de tierra de nadie». Por suerte, Parson, una vez aprendido de sí mismo lo que tenía que aprender, mudada la piel vieja por una nueva cual serpiente, no se arredra y, «con paso firme y distendido», camina «hacia el centro del pueblo», es decir, hacia el meollo de su existencia. Y nosotros, como buenos lectores, en plan Clint Eastwood, con él.
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PD. Decía un amigo poeta que decía Joaquín Gianuzzi que «los amigos siempre escriben bien». Pues eso: de un amigo levreriano como Pablo, yo solo puedo hablar bien y, de paso, enlazar su blog y esta entrevista que le hicieron en la radio.