El infinito es una forma de hablar de Horacio Verzi
El inicio de El infinito es una forma de
hablar (Yaugurú, 2011) sorprende por el tema, inusual en las novelas
uruguayas. Estamos en el siglo XVI en Italia, en un oscuro calabozo donde el
filósofo Giordano Bruno espera para ser ejecutado desde hace años. Pero asombra
aún más la amenidad con que está escrito, que recuerda en parte a El nombre
de la rosa de Umberto Eco. La sorpresa se amplía cuando a las 60 páginas la
narración cambia y salta al Brasil de 1941, y luego vuelve a saltar a los
tiempos del cristianismo primitivo, con Arrio, el hereje (Alejandría en el
siglo IV DC) como figura central y luego más atrás, a la época del general
Jenofonte, en una famosa retirada militar a través de Persia (año 401 AC). El movimiento
continúa hasta llegar a Alejandro Magno, a la ciudad de Siwa, en Egipto, donde
el macedonio espera que los oráculos lo confirmen como el ser divino que él
cree que es.
Cada uno de estos saltos recrea un hecho
histórico diferente, signado por una encrucijada dramática y narrado por un
personaje cercano a los protagonistas reales, lo que da la posibilidad de dar
detalles específicos y coloridos de la red de mezquindades, ambiciones y
debilidades que atraviesan a todo momento histórico –y que la Historia no suele registrar.
El punto de unión de este zapping
histórico está en la ciudad de Petrópolis, Brasil, a comienzos de los años ’40.
En plena Segunda Guerra Mundial Monique,
una joven psiquiatra brasilera atiende a un paciente del que se sabe muy poco.
Se trata de un maluquinho analfabeto, perteneciente a la populosa
periferia brasileña que es casi mudo y con el que resulta imposible
interactuar.
Sin embargo cuando está hipnotizado la cosa cambia:
no solo habla sin parar sino que cuenta en primera persona hechos acaecidos
hace cientos de años. Y lo hace con una precisión increíble, con un
conocimiento histórico totalmente contradictorio con su analfabetismo. La
precisión de los datos llega a tal punto que da la impresión de que ha
vivido los acontecimiento
que narra.
Aquí nace el misterio y el anzuelo que nos
lleva a avanzar en la lectura de cada hecho histórico, a menudo relacionado con
hitos del pasado de Occidente. Y mientras la novela crece, crece también la
pregunta de si estamos ante un engaño perpetrado por un sofisticadísimo
farsante o si por el contrario el maluquinho es la prueba viva de la
existencia del inconsciente colectivo propugnado por psicoanalista Carl
G. Jung. La idea (tentadora) de que en lo profundo de nuestra psiquis estamos
todos conectados a un fondo histórico común, a una memoria colectiva a la que
bajo determinadas circunstancias podemos acceder flota en todas las
conversaciones de la novela aunque también es cierto que se plantean otras
posibilidades menos espectaculares. Por ejemplo la idea de que la experiencia y
el conocimiento de la
Historia representan un torrente subterráneo que nos filtra
más allá de lo que estamos dispuestos a conceder. Hay por supuesto otras hipótesis
que sobrevuelan los diálogos de los desconcertados personajes de El infinito
es una forma de hablar y que no es necesario enumerar. Todas buscan
explicar el fenómeno de las historias del maluquinho. Uno de esos
personajes –con quien más discute la joven psiquiatra– es nada menos que el
escritor Stefan Zweig.
Aunque olvidado en la actualidad, este
escritor austríaco fue en su día el autor de una obra que en las primeras
décadas del siglo XX contó con millones de lectores en todo el mundo, además
del aplauso unánime de la crítica. Muchos de sus libros están centrados en
grandes personajes históricos o en artistas geniales de la Humanidad (entre
ellos, María Antonieta, Freud, Erasmo, Magallanes, Nietzsche, Balzac, etc).
Horacio Verzi, autor de la novela, aprovecha
el dato real de que Zweig vivía en 1941 en Petrópolis, Brasil, adonde había
llegado huyendo del nazismo, para usarlo como contrapunto escéptico a las
teorías más imaginativas de sus contertulios brasileros.
Además de ser representante de uno de los
momentos más altos de la cultura occidental (la cultura de la Mitteleuropa,
la Europa Central,
que fue borrada de un plumazo por los nazis) Zweig era amigo del propio Carl G.
Jung y había escrito un estudio para el gran público sobre Freud. Es decir,
tiene en la novela credenciales suficientes como para discutir si el misterio
de la memoria alucinante del maluquinho está o no relacionado con el
famoso inconsciente colectivo.
En este viaje histórico que nos propone El
infinito… asistimos a múltiples escenas donde se reitera una y otra
vez la manía del ser humano de todos los tiempos por escribir, traducir y
conservar los pensamientos. Y también la manía contraria, practicada con la
misma o mayor intensidad de destruir lo escrito por otros.
La mayoría de todo lo escrito, parece
decirnos Verzi, se ha perdido. Pero esto no impide que el flujo de palabras
siga nutriéndose y formando ese fabuloso torrente en el que estamos inmersos y
que en buena parte nos hace humanos. Un torrente del que, de tan íntimo que es,
no somos conscientes. Un torrente que para más comodidad llamamos cultura pero
que también podría ser una especie de saber histórico común compartido por
todos a un nivel casi inconsciente y que abarca desde el elegante Stefan Zweig
hasta al más anónimo de los maluquinhos. Y que está formado solo por palabras,
por miles y millones de palabras.
Esta recomendable novela editada por Yaugurú recibió el
primer premio en los Premios Nacionales de Literatura que otorga el MEC, en el
rubro de mejor libro editado en el 2011.