Dos epílogos a las "Conversaciones con Mario Levrero"

Textos de los epílogos de las ediciones chilena y argentina

Epílogo a la edición chilena. 
(Carta a Francisco Mouat, director de Lolita Editores)




Querido Pancho:

Hace más de un año —¿o dos? ¡Cómo pasa el tiempo!— nos encontramos en Montevideo junto a la plaza Cagancha, y nos tomamos unas cervezas en la pizzería “La Biennale” con Patricio Hidalgo y otros amigos chilenos, para hablar de lo que sería este libro cuando Lolita Editores lo publicara en Chile. En aquel momento comentaste que aspirabas a que no fuera solo una reedición sino un libro ampliado, actualizado con algo que según vos solo yo podría agregar: la impresión que me causaba leerlo después de tanto tiempo (¡cuatro años!). En definitiva, ver cómo me paraba frente a lo dicho y discutido con Mario a través del correo electrónico.

Te juro que he intentado cumplir con tu pedido, pero cada vez que comencé a escribir mis impresiones las terminaba mandando a la papelera de reciclaje. No sé por qué pero todo lo escrito parecía tener una rigidez teórica, impostada, grandilocuente, inevitablemente falsa que traicionaba el tono de las conversaciones de este libro, que es el tono de dos tipos enganchados a hablar de literatura “a calzón quitado”, sin ningún prurito teórico-crítico, y con palabras llenas de entusiasmo o de aversión, que viene a ser lo mismo pero al revés. Tan lamentable me parecía lo escrito que pensé seriamente en olvidar el “epílogo a la edición chilena” y pasar a otra cosa, hasta que no sé cómo —sí sé dónde: viajando en un ómnibus desde la Ciudad Vieja— imaginé que podría hacerlo en una carta que de algún modo se sumaría a un libro basado en cartas electrónicas. Así que ahí va.

Ya han pasado cuatro años desde la edición de este libro en Uruguay, publicado en 2008, a cuatro años de la muerte de Mario Levrero en el 2004. Aunque sin duda “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, releerlo en 2012 me causó más sorpresas de las esperadas. También me provocó los previsibles estados de añoranza y de valoración del “tiempo perdido”, que difícilmente puedan interesar a alguien. Prefiero hablar de las sorpresas.

La primera, y muy grata, fue comprobar que estas conversaciones —que alguien definió felizmente como una “charla en el living de la casa”— siguen funcionando como tales. Los dichos de Levrero mantienen la amenidad, la claridad y la profundidad que tenían al ser comunicados por escrito entre los años 2000 y 2004. La segunda sorpresa, menos esperada, fue ver que esos dichos eran mucho más ricos en matices de lo que yo había pensado al principio, cuando solo era una conversación vía correo electrónico.

Es difícil explicarlo: la impresión de que casi todo lo conversado me parece más rico y complejo es, precisamente eso, una fuerte impresión general. Tal vez este desfase se entienda con un ejemplo, el relacionado con el reiterado concepto de que la esencia de la literatura son las imágenes.

Dice Mario:
“La literatura propiamente dicha es imagen. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo, es el argumento contado a través de imágenes. Desde luego, con estilo, pero siempre conectado con tu imaginación”.

Esto no parece necesitar ninguna aclaración ¿no? Mario le daba gran relevancia a esta idea —en literatura las palabras deben comunicar imágenes— por tanto, las reflexiones, la filosofía, la frase ingeniosa, los datos informativos no constituyen el nudo de la materia literaria. Son las imágenes las que comunican verdaderamente con intensidad. Todo esto me parecía muy claro, algo que incluso puede sonar hasta dogmático, y acaso lo sea. Pero si uno lee (o relee) atentamente el libro verá que esa idea está matizada más adelante:
“Tampoco dije que un relato deba consistir exclusivamente en imágenes, sino que eso es la esencia; pero a menudo la esencia pura es desagradable, como por ejemplo la vainilla. Si la mezclás en un refresco pasa mucho mejor”.

Las imágenes comunicadas a través de las palabras son la esencia de la literatura pero… las cavilaciones, los datos, las reflexiones filosóficas vuelven a ser importantes, en tanto sostienen y dan cobijo a la energía de las imágenes.
Algo similar puede decirse de otra insistencia levreriana, la de que las imágenes deben ser personales, es decir, no argumentos meramente visualizados, sino imágenes surgidas de lo íntimo de la imaginación. Pero luego esta opinión también es matizada: “La forma de escribir con fuerza y ser colorido y convincente, es prestar atención a lo que viene de adentro, aunque se trate de objetos que están en el mundo exterior. Esos objetos se hacen artísticos o pasan a ser materiales artísticos solo a través de un proceso en nuestro ser interior. O sea, que no tiene ninguna importancia si tu personaje salió de un hecho policial publicado en los diarios o salió de un sueño; para escribir sobre él de modo literario debés pasarlo previamente por tu máquina de elaboración interior”.

Con lo que el término “imágenes personales” se complejiza; no solo son las surgidas en la imaginación sino también las que se pueden ver en los diarios, previo pasaje por la imaginación personal.
Releo lo escrito y todo me suena elemental, por no decir esquemático, pero por sobre todas las cosas me suena precario: a medida que avanzamos en el interminable aprendizaje de la escritura se percibe más claro que todo arte verdadero esquiva las sentencias. Y en algún caso las contradice. Pero igual no borro lo escrito: después de todo es lo que me ha ocurrido a mí. Resumiendo, y acaso pueda servir de aviso a los navegantes, este es un libro que no se agota en una sola lectura. Da para más.

Por otro lado he descubierto que muchos elementos del pensamiento de Mario han sido compartidos por otros escritores en otros países y épocas. Así, pasado el primer deslumbramiento creo ahora que la originalidad de sus ideas no es su virtud principal, sino más bien su claridad y utilidad práctica, que esencialmente estriba en cómo las expresaba y articulaba. En estos tiempos de licuefacción que vivimos, le cabe perfectamente aquella frase que Pascal sostenía de sí mismo y que yo menciono al pasar en el libro: “que no digan que no digo nada nuevo, el orden en que lo digo es nuevo”.

Hace poco un crítico uruguayo me comentó que las categorías levrerianas eran un tanto planas y es posible que algo de razón tenga. Todo escritor intenta antes que nada aclarar su trabajo ante sí mismo, por lo que para describir las herramientas y la carpintería de su arte suele recurrir a conceptos claros y elementales, comprensibles por todos. No pretende ser original; la originalidad hay que buscarla en su obra, no en sus explicaciones técnicas o estéticas. Por eso siempre es más fácil entender a cualquier escritor hablando de literatura (sea Borges, Kafka o Vargas Llosa) que a un crítico literario, cuya obra principal es el análisis literario: es allí donde él busca ser original.

Y reitero que este ha sido solo uno de los descubrimientos, comprobar a lo largo de los años que muchos conceptos sostenidos por Mario eran compartidos por otros artistas. Hace poco Paul Auster declaraba a la prensa que en él habita un ser interior, que es el que escribe, mientras el Auster cotidiano se encarga de vivir y de contestar las entrevistas —afirmación que también reiteraba Levrero, aunque en su caso fuera un poco más allá: sostenía que el escritor se llamaba Mario Levrero y quien hacía las compras y pagaba las cuentas era Jorge Varlotta. (No está de más recordar que su nombre completo fue Jorge Mario Varlotta Levrero).

Ahora que lo pienso, en uno de sus mejores relatos, “El Caballo Perdido”, Felisberto Hernández, o mejor dicho su narrador protagonista, sostiene que tiene un “socio” que le permite escribir mientras se comunica y transa con el mundo para poder vivir en él.

Escritores muy disímiles sostuvieron conceptos similares a la necesidad repetida por Levrero de que hay que comunicar imágenes con palabras. En una entrevista le preguntaron a Vladimir Nabokov si cuando escribía pensaba en inglés o en ruso. El autor de “Lolita” respondió: “pienso en imágenes”.
Por su parte Flannery O’Connor dejó escrito que “el escritor atrae por medio de los sentidos y no se puede atraer los sentidos con abstracciones. Para la mayoría de la gente es mucho más fácil expresar una idea abstracta que describir un objeto que está viendo realmente. Pero el mundo del novelista está lleno de materia, que es lo que los novelistas que empiezan están poco dispuestos a tratar”. Para 0’Connor son los “detalles concretos de la vida los que hacen real el misterio de nuestra situación en la tierra”.

Alguien escribió que la prosa de Levrero era “casi burocrática”, en referencia a la aparente falta de brillo y a su extrema funcionalidad. Y en parte es así, se trata de una prosa ceñida, donde las palabras dicen lo justo con la mayor claridad y de la manera más breve posible. Aunque Rafael Sánchez Ferlosio dice que el fin de las palabras es ir más allá de sí. Tal vez esa sea la marca de toda buena literatura; si lo es, sin duda es un rasgo que comparte la de Mario.
Él decía que su escritura era un intento por escribir la verdad, su verdad, la verdad de una experiencia única e intransferible. Cada vez que se lo preguntaron repitió que en su primera novela había seguido el modelo de Kafka, porque leyéndolo (leyendo América) había descubierto que en literatura se podía decir la verdad.

¿Qué escritor de estos tiempos pos-posmodernos dice “yo escribo la verdad”?
Naturalmente se lo ha acusado de místico. Hanna Arendt, una señora que nada tenía de mística, escribe en un artículo que la prosa de Kafka es pulcra y neutral, y que está al servicio de la comunicación. Más adelante añade lo siguiente: “Lo único que atrae y seduce al lector en la obra de Kafka es la verdad misma, y con su perfección sin estilo —todo estilo distrae de la verdad por su propio atractivo— Kafka consiguió hacer su obra tan increíblemente seductora que sus historias atrapan al lector aunque en principio no entienda la verdad que contienen”. Aunque fue escrito en 1948, se nota aquí el mismo tono que empleaba Mario para hablar de “las cosas importantes”.

Algo que casi no aparece en su estética más conocida es la importancia que Levrero daba al proceso de corrección en su propio trabajo literario. Pienso que este silencio del “factor corrección” habla de una reacción ante el ambiente literario uruguayo de su época, positivista, cartesiano y politizado (la generación que dominó el siglo XX recibe el nombre de Generación del 45 o Crítica).
Ocurrió que tanto su primera novela como el primer libro de cuentos pasaron inadvertidos en el Uruguay convulsionado de comienzos de los 70. El proceso de escritura personal devino en un destaque y en una evolución del elemento irracional y de la inspiración, en desmedro del proceso de corrección, etapa posterior y necesaria que siempre le ocupó su tiempo. Aquí, como en el asunto de las imágenes, cobra sentido la importancia de una combinación, de una síntesis, entre lo irracional y lo racional: si bien la mayor importancia está en el primer factor no debe pensarse que el segundo no existe, o que no la tiene.

Dicho con otras palabras, el surrealismo no es la opción levreriana, y aunque trabajó durante años la corrección de sus textos, se cuidó de silenciarlo en su prédica docente, y casi nunca lo mencionó en sus entrevistas. Creo que la razón de ello está en su (sana) obsesión para que los talleristas soltaran amarras al escribir, y no se empaparan de teorías críticas y correctivas. También puede obedecer en parte a una reacción ante el medio uruguayo, en general cartesiano y positivista.

Otra cosa: Mario sostuvo una y otra vez que el talento, el don natural para la creación literaria, que él descubría con entusiasmo en amigos y talleristas, debía acompañarse de un compromiso existencial con la literatura. Algo así como que para ser escritor “hay que estar dispuesto a dar la vida”. Incluso aconsejó a varios de sus alumnos que dejaran su trabajo y se arriesgaran a dedicarse solo a escribir. (nota: Sin embargo en mi caso fue exactamente al revés: yo sufrí por largos años un empleo administrativo; quería dejarlo y se lo comenté varias veces, pero siempre me dijo “tu empleo no interfiere con tu escritura”, desestimando una y otra vez mis brutales ganas de mandar todo al diablo.)

Con todo esto quiero decir que sus entusiasmos conocidos ante los textos de sus alumnos deberían ser matizados por su opinión, menos conocida, de que a menudo ellos carecían de “la suficiente confianza en sí mismos” como para ser coherentes con el compromiso exigido. Y esa fue otra obsesión de su discurso, brindar seguridad a los escritores que comienzan.

Ya que estoy hablando de distintos temas, quiero decirte que siempre me molestó el calificativo de “gurú” con que numerosas personas tratan el genio y figura de Mario Levrero. En mi caso, y sé que es algo compartido por muchos, lo sentí más bien como alguien cercano, un amigo, un colega, y no como una especie de Sócrates, aunque tal vez el camino que recorriéramos fuera decididamente socrático.

Quiero contar ahora una pequeña anécdota que matiza aún más el discurso contenido en este libro y que demuestra –si esto fuera necesario– que no estamos ante una visión literaria cerrada. Una vez, en su apartamento de la calle Bartolomé Mitre mencioné al pasar al escritor guatemalteco Augusto Monterroso. Mario levantó las cejas y dijo, “ah, el modelo de antiescritor”. Lo miré y no tuve que preguntar nada para saber de inmediato qué significaba eso: aludía al peso de lo erudito y lo intelectual en un escritor, en detrimento de lo otro, del lado oscuro e irracional. También al peso de la autocrítica y de una excesiva autoconciencia de la obra literaria, algo que frena la creación. La ambición de ingresar en el canon de los clásicos puede ser funesta y bloquear al creador. Pero aún con todo eso, a mí me gusta Monterroso. Así que dejé pasar el tema, y a la primera de cambio lo traje de nuevo, esta vez con otro escritor:
—Una cosa —dije—: siempre decís que no se puede hacer gran literatura a partir de una idea, de algo intelectual. Pero Borges lo hace una y otra vez: mete muchísima cosa intelectual y erudita. Aunque también es verdad —maticé— que recurre a una imagen para arrancar sus cuentos, y a veces también para finalizarlos. Eso ¿cómo lo explicás?
Mario cabeceó como si la cuestión lo hubiera impactado, y luego sonrió. Y siguió sonriendo muchísimo, mientras murmuraba “es así como decís, mezcla las dos cosas, la imaginación y lo intelectual”. Después de pasados unos minutos en ese estado de ensoñación, dijo con los ojos achinados por la felicidad:
—Es brutal, es simplemente brutal —y cabeceaba—. Por más que lo pienso, no tengo ni idea de cómo lo hace.
Antes de terminar me gustaría decirte que en un libro del investigador brasileño Michael Löwy (Kafka, soñador insumiso, Michael Löwy, Taurus, México, 2007), un libro sensato y erudito, se aborda la obra kafkiana desde un punto de vista político el del antiautoritarismo. Basa su aproximación interpretativa en el siguiente aforismo de Kafka: “Las cadenas de la Humanidad torturada están hechas de papeles de oficina”.

Estos papeles burocráticos, dice, son los impresos, los formularios, los documentos de identidad, las fichas policiales, las sentencias, las multas, donde la palabra escrita es el medio por el que las elites ejercen su poder.

Según Löwy, a este uso utilitario y represivo de la palabra, Kafka antepone una escritura de libertad, una escritura que está al servicio de la poesía y de la imaginación. Un uso poético y liberador de la palabra. No sé si Mario acompañaría a Kafka en la premisa, pero sí estoy seguro que compartía la conclusión: para él la escritura era un medio de liberación, de defensa de sus “espacios libres”.

Solo así es posible entender su compromiso vital con la literatura, y solo así se comprende su empecinada búsqueda de la verdad.


Te mando un abrazo


Pablo Silva Olazábal

Montevideo, junio de 2012



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Epílogo a la edición argentina 
Carta a los cuatro coordinadores de Editorial Conejos:  Ariel Bermani, Facundo R. Soto, Bruno Szister y Paula Brecciaroli



Queridos Conejos:

Lo primero que le dije a Paula cuando me escribió para proponerme publicar este libro fue “no se me ocurre otra editorial más levreriana que una que se llame Conejos”. Cuando tuvo que poner nombre a un sello editorial lo llamó Flexes Terpines, una expresión que Lewis Carroll usa en su “Alicia en el país de las Maravillas”. Supongo que no se le ocurrió que Conejos era algo más sencillo y directo para aludir a aquella aventura alucinante.
Pienso además que Argentina es el lugar natural para estas Conversaciones porque entre otras cosas compartimos un mismo sustrato cultural que constantemente aparece en las múltiples referencias coloquiales que se dan a lo largo del libro y que no necesitan aclaración.
Otro detalle que me resultó muy atinado es la concepción que tenían del libro, esa idea de verlo como una suerte de manual para gente que se inicia en el arte literario o quiere profundizar su reflexión literaria. La comparto totalmente, creo que éste será un libro de mucha utilidad para ello. Ese y no otro fue mi primer impulso al escribirlo, de algún modo reunir y difundir una información que se hallaba (y sigue hallándose) dispersa. Siempre pensé que esta batería de reflexiones merecía difundirse entre aquellos que no tuvieron posibilidad de conocer a Mario ni de hablar con él y ese es el sentido de este libro, al menos ese fue su primer impulso. Como efecto no buscado surgieron más cosas, como el retrato involuntario que se transparenta en sus palabras y reflexiones, y que no es otro que el de un escritor convencido de su arte, arte que no ha hecho más que aumentar su prestigio con el paso de los años.
Siguiendo esta línea, la de que estamos ante una suerte de manual, es que me gustaría compartir algunos conceptos que hay en respuestas que Mario dio a preguntas formuladas por talleristas virtuales, (y que están disponibles en su totalidad en la web de Gabriela Onetto).
Creo que amplían y precisan significados esbozados en las Conversaciones, y que tal vez sean útiles, porque como se dice al principio “nadie se dirige del mismo modo a todas las personas”. Dice Mario:
“No olvidemos que imaginación e invención son términos manipulados por mí, con un significado que quizás se aparte de las definiciones correctas. Es tratar de darle un nombre a ciertos aspectos que quizás formen parte de un todo”.

Parece importante reiterar, aunque sea llover sobre mojado, la idea de que estamos ante un camino personal construido por el propio Levrero para aclararse (y más tarde aclarar a sus alumnos) las bases de su visión artística. Otro escritor más intuitivo quizá podría haber transitado su obra sin necesidad de racionalizar y precisar sus términos, y sin sentir la obligación de transmitirlos. No fue el caso de Mario.

“Habitualmente, cuando se dice que alguien tiene mucha imaginación, se quiere decir que tiene mucha inventiva. Para mí, en cambio, tener mucha imaginación es poder describir cabalmente algo con todo el detalle necesario para hacérselo percibir al lector. Aunque se trate de un vulgar ropero”.

Uno de sus talleristas virtuales pregunta ¿qué quiere decir "escribir con imágenes"? La siguiente respuesta, bastante larga, da una señal: la buena literatura es la que hace presente lo no dicho.

“Que el relato surja de la imaginación, y no de la invención. Que cuentes lo que ves (o percibís, en general) cuando mirás hacia adentro, y no lo que sabés o lo que pensás. Eso es literatura en estado puro, en esencia. Puede ser insoportable, como todo lo puro, y por eso los escritores mezclan a la literatura otras cosas, como filosofía o cosas así. Por eso no digo que haya que escribir necesariamente a través de imágenes en forma exclusiva, salvo en algunos ejercicios del taller para obligarse a mover la imaginación.

Por ejemplo, si yo digo "Una mañana fui a trabajar", estoy transmitiendo información intelectual, no artística, no literaria. Pero si cuento cómo me levanté, me puse la ropa, tomé el desayuno, salí a la calle, esperé el ómnibus en la esquina, subí al ómnibus, hice el viaje, llegué a la parada próxima a la oficina, caminé hasta la oficina... estoy desarrollando esa información en algo parecido a imágenes. Pero todavía estoy enunciando los titulares, haciendo un resumen. Todo esos tramos deberían desarrollarse en imágenes (por ejemplo, describir el color del cielo en la calle, la gente que había en la parada, la cantidad de baldosas rotas, mi estado de ánimo, los olores que se respiraban, el ruido de los autos, qué decía la gente en la parada, cómo era la gente en la parada, cómo estaba vestida, etc.; ahí estoy narrando en imágenes. Al hacerlo, doy mi presencia sensorial como narrador-observador y fabrico con ese estímulo de la imaginación del lector un estado de trance, durante el cual se vuelve receptivo A LO QUE NO SE DICE, o sea a mi entera presencia, a mi alma. Ahí se produce la comunicación y el intercambio; ahí el texto es un objeto vivo; ahí el lector puede fabricar su propio texto, porque sus imágenes no serán las mías sino las suyas, y las suyas serán más vívidas y coloridas que las mías porque las saca de su experiencia sensorial personal”.

Otra de las bases de la obra levreriana, y posiblemente de gran parte de la literatura lograda, estriba en la relación que establece entre memoria e imaginación. En esta respuesta hay que aclarar que está hablando sobre ejercicios de su taller literario y no de la creación literaria, que debe ser hecha “con total libertad” (es decir, más allá de las premisas de ese taller).

“La imaginación es lo que permite el mejor desarrollo de un estilo personal. La imaginación está muy ligada a la memoria; es casi lo mismo (pero no exactamente), de modo que trabajamos mucho con la memoria. La imaginación es accesible sólo -como su nombre lo indica- al movimiento de imágenes, y por eso trabajamos con la percepción de todo tipo de imágenes (y no sólo las visuales).
Las "indagaciones y viajes a través de la mente" tienen mucho que ver con la imaginación. No son cosas opuestas. Eso no quiere decir que haya que escribir siempre como pedimos en el taller; vale sólo para los ejercicios. Todo este taller virtual puede resumirse en la siguiente aseveración: "Escribí lo que ves, y no lo que pensás".

Otro tallerista pregunta sobre el uso de la primera persona, Mario dice:

“La primera persona ayuda mucho a no tener que esforzarse por crear un personaje con quien el lector se pueda identificar. También facilita transmitir las percepciones y todo aquello que enriquece los textos y el estilo. Te recomendaría no salir de la primera persona por ahora; la tercera persona te lleva irremediablemente a una escritura más intelectual que vivencial (falta de color, etc.), al menos en esta etapa de taller”.

La siguiente reflexión culmina en una frase que podría ser el mascarón de proa de este libro; en realidad podría figurar como acápite de muchos libros: “Puede haber una infinidad de caminos para lograr lo mismo, pero yo conozco ése solamente, y transmito lo que sé y lo que puedo, partiendo de mi propia experiencia”.


“Se puede escribir sobre lo que te pasa, lo que recordás, lo que sentís, etcétera o, como una amiga mía que es una gran escritora, escribir desde una inspiración que viene de zonas muy oscuras del ser y que no tienen una relación visible, aparente, con la persona que uno conoce. La primera novela que leí de ella, en borrador, con la que se presentó en mi casa por primera vez, era la historia de una lesbiana gorda. A pesar de que ella es flaca, yo quedé convencido de que estaba ante una lesbiana militante. Pero después escribió una novela, siempre en primera persona, cuyo protagonista era una mujer que había mantenido relaciones con su padre... y así sucesivamente. Tiene una cantidad de personalidades o máscaras o núcleos interiores y es capaz de escribir con total poder de convicción sobre experiencias que, ahora me consta, no ha vivido en su vida vigil, por llamarla así. Yo mismo, a pesar de que ahora sólo puedo escribir sobre cosas cotidianas, en un tiempo escribía desde personajes que habían transitado por lugares que mi yo ignoraba que existían, incluso que existían en mi interior. Etcétera. Esas experiencias provienen del ser, no del yo cotidiano; a veces de los sueños, aunque no siempre. Se escribe en un estado de fascinación, parecido a la hipnosis, en el que uno cree, como en los sueños, en la tangibilidad de las cosas que describe.

Todo eso no es propiamente "invención", porque al menos en mi caso particular nunca me propuse inventar nada; más bien iba descubriendo esas cosas y lugares y seres que estaban en rincones muy ocultos de mi ser. Si me hubiera propuesto escribir una historia inventada desde la razón, seguramente no habría tenido fuerzas para hacer el trabajo, porque eso no es vivir una aventura sino hacer un trabajo, muchas veces fatigoso, al menos para mí. Escribía por necesidad y por curiosidad de saber, de conocer, incluso diría de explorar y conquistar esos espacios de mi ser. O del ser, porque no tengo ninguna certeza de que sean algo mío, personal y privado. La mente tiene alcances insospechados.

Podemos ir todavía un poco más allá, y reconocer que es posible escribir historias inventadas o historias sacadas de ficheros, y hacerlo bien y con estilo y con arte. Unos cuantos grandes escritores lo hacen muy bien. Pero me parece que para eso se precisa genio, que yo no tengo, y además creo que es ineludible haber pasado en algún momento por la escritura vivencial, de modo que cuando uno inventa un personaje sea un personaje creíble, y no esos Juanes y esas Marías de los principiantes. Y siempre estarás aportando tu experiencia de vida (interior o exterior, profunda o superficial), y estarás, si la cosa está bien hecha, totalmente presente, de cuerpo entero, en lo que escribís. A menudo pongo el ejemplo de esa caricatura del escritor cubano Alejo Carpentier, que me regaló un día su autor, el gran Hermenegildo Sábat. Y que cuando miro esa caricatura, veo sin duda a Carpentier, pero también veo a Sábat, porque tiene un estilo propio, personal, inconfundible. Si en el dibujo sólo se viera a Carpentier, no lo miraría mucho, porque es un escritor con quien no simpatizo y no tiene una cara linda de ver. Lo miro porque veo a Sábat, el estilo, el alma de Sábat.
Para lograr ese milagro es preciso ser un poco como los actores de teatro que para conseguir un personaje convincente tratan de "ser" el personaje que tienen que representar. Algunos actores han quedado mal durante meses, realmente enfermos, por haber encarnado un personaje lleno de conflictos. Y para eso hay que tener imaginación, y mis ejercicios tratan de ponerte en contacto con tu imaginación, apelando a tus experiencias más sencillas. Puede haber una infinidad de caminos para lograr lo mismo, pero yo conozco ése solamente, y transmito lo que sé y lo que puedo, partiendo de mi propia experiencia”.

Aquí otro alumno se queja de la evaluación del taller y la cuestiona, pidiendo más libertad, lo que provoca una interesante analogía de Mario sobre los ejercicios literarios y el acto de escribir literatura:

“Ya he dicho también más de una vez que la libertad es la condición imprescindible para el arte. Pero en el taller no hay arte, ni libertad. Hay consignas y ejercicios, y los ejercicios deben cumplir con lo que piden las consignas, y no podemos evaluar otra cosa dentro de los límites del taller. Tenés que pensar en algo tan infame y tedioso como las escalas en el piano. Una vez que tengas los dedos ágiles y vayan adonde hay que ir, podés tocar lo que quieras y como quieras”.


La palabra corrección está íntimamente vinculada con la palabra correcto, y en literatura lo correcto no siempre es lo mejor. Esto es algo que los escritores solemos olvidar. Esta anécdota de Mario lo recuerda con singular claridad:


“Los textos necesitan corrección, es cierto. Yo nunca publico nada sin que por lo menos alguien de mi confianza lo haya leído y me haya señalado lo que le suena mal.
Hace unos años, entusiasmado con la electrónica, corregí una novela eliminando repeticiones abusivas de "que", "de" y mil cositas más. El texto quedó perfecto. Después se publicó un fragmento en una revista y cuando lo vi me agarré una terrible depresión. No era mi texto. No era nada. Era un mamaracho insufrible. Por suerte había conservado la versión anterior, con una etiqueta que decía "para quemar" (y de haragán no había quemado nada), y me tomé el trabajo de restituir al texto absolutamente todo lo que le había corregido. Y por suerte, así se publicó. Llena de esas imperfecciones que hacen mi estilo”.

Y siguiendo en está línea otro alumno pregunta ¿qué pasa con las observaciones de los otros?

“Las observaciones viene bien recibirlas. Digamos "gracias" y después hagamos con ellas lo que nos parezca. No está nada mal disponer de varios pares de ojos que puedan ver lo que no ven los de uno. Lo que no vale la pena es defenderse. "Gracias", y adelante”.

Personalmente la próxima respuesta de Mario, la última de la selección, es una de mis preferidas: más allá de su vuelo poético representa, para alguien que se pregunta ¿cómo darse cuenta que estoy escribiendo con voz propia? una respuesta que es un verdadero faro:

“Sabés que estás escribiendo con voz propia cuando no te reconocés fácilmente en lo que escribís; cuando el texto te parece ajeno y al mismo tiempo sabés que es propio; cuando los personajes hacen lo que quieren ellos y no lo que vos querés; cuando el texto te llega a tal velocidad que casi no te da tiempo a ponerlo en palabras; cuando te sentís como un dios”.

Y esto es todo. Realmente pensé que las comentaría más pero las reflexiones que se me ocurren son pueriles frente a la lucidez descomunal de un escritor que sabía muy bien lo que decía.
Espero que esto pueda servir como epílogo a la edición argentina de estas Conversaciones de modo que el libro se vaya enriqueciendo en cada país (la edición chilena contiene más información que la uruguaya, y la argentina, más que la chilena). Por eso incluyo al final de los Anexos un apartado que titulé Rarezas: son dos textos recobrados, aparecidos en la prensa de 1973, en los que de algún modo el genio y figura de lo que sería Mario Levrero ya estaba en embrión.

Les mando un saludo uruguayo a los cuatro conejos editoriales


Pablo Silva Olazábal
Montevideo, marzo de 2013