Onetti periodista: años de nervios y entusiasmo


Tuve la suerte de conocer a Dolly Muhr, viuda de Onetti, en razón de un homenaje que le tributáramos al escritor en el 2004 y que llevó el contradictorio título, casi oximorónico, de “Movida Onetti”. La volví a ver al año siguiente, a la salida de una exposición de manuscritos y objetos personales de JCO en el Centro Cultural de España. Recién allí, en un bar de la Ciudad Vieja de Montevideo que ya no existe, me animé a preguntarle si era verdad que Onetti buscaba información y se documentaba para desarrollar sus ficciones.
La respuesta fue categórica: “¡Por supuesto! Él era periodista”. 


Debo haber puesto una expresión de asombro, porque se sintió obligada a añadir: “era un periodista, no lo olvides”.

Lo llamativo de este énfasis es que el oficio periodístico choca al menos con dos principios onettianos, a saber, que existe una visceral incomunicación del ser humano (como dice en el cuento  “Justo el treintaiuno” –y repite con otras palabras a lo largo de su obra–:  “todo, simplemente, había sido o era así, de tal manera, aunque acaso fuera de otra, aunque cada persona imaginable pudiera dar una versión distinta”). En segundo lugar, porque el destinatario de su escritura es él mismo. O siguiendo la fórmula empleada por Joyce, repetida en entrevistas: “escribo para un señor que está al otro lado de la mesa, que se llama Onetti”.

El ejercicio periodístico parte de premisas contrarias: que se puede comunicar con mayor o menor eficacia algo que ha acontecido hace poco y que la comunicación puede (y debe) destinarse a un público masivo. ¿Hasta dónde llegó a involucrarse JCO en su oficio de periodista? ¿cuál es el significado de este ejercicio en su obra literaria? Para empezar, veamos su trayectoria.

Nacimiento de un francotirador

Todo comienza en la prehistoria, en el paraíso perdido, en Villa Colón, un pueblito –hoy barrio con una situación socioeconómica delicada– ubicado al noroeste de Montevideo, poblado por inmigrantes europeos y llenos fincas de recreo para la clase alta, con viñedos, granjas y chacras. Allí se mudó la familia Onetti por razones económicas; Juan contaba entonces con sólo trece años y para él este cambio significó lisa y llanamente la Libertad.
En el pueblo que andando el tiempo, y aunque los críticos no lo reconozcan, servirá de base para la futura Santa María, llegó a practicar deportes y a disfrutar de la vida al aire libre: hizo remo, basketball, atletismo y anduvo a caballo por el pueblo y por el campo.
También unos años más tarde, en el verano del ’27, fundó junto a dos amigos “La tijera de Colón”, una revista que duraría siete números y dos años (cierra en 1929), donde publicará sus primeros artículos.

 “Nos divertíamos mucho haciéndola —recordaría cincuenta años más tarde— y también tratando de cobrarle a los avisadores. Cobrar los avisos era mi misión. No era una revista literaria, y la hicimos así para adecuarla al público al que iba destinada. No obstante ser una revista sin pretensiones, hubo una cantidad de anónimos, y otros firmados, amenazándonos con palizas. Nosotros criticábamos y nos metíamos con todo el mundo y algunos se molestaban”.

Se trata de una revista manifiestamente provinciana[1], de pueblo chico, donde abundan los pedidos y sugerencias a comisiones de fomento, y donde todo parece más bien un divertimento de jóvenes —que lo era— además de un vehículo para poder vender avisos publicitarios —que también lo era—, pero lo cierto es que es hay en todos los números un aire de filosa y aguda ironía, una combinación constante de la cita erudita con el lenguaje chocarrero y plebeyo (tanguero y murguero). Por debajo late una atroz burla a lo snob, a lo inauténtico, rasgos que más adelante serían la marca registrada del Onetti periodista –no sólo el de los “alacraneos” de Marcha sino, y quizás fundamentalmente, el de los artículos de su última época, algunos revestidos como aquellos del principio, de una gracia decididamente oscura (me refiero a los protagonizados por el cuervo Nevermore o el Crown).

Ningún artículo de “La tijera de Colón” está firmado. Onetti llegó a reconocer como propias sólo cinco[2] narraciones breves, pero el aire  de la revista posee ese humor satírico  y desmitificador que abunda en sus piezas periodísticas y que tanto se echa en falta en sus narraciones. En cierto modo representa el inicio de algo que se repetiría puntualmente en casi todas sus notas periodísticas: el uso ya no del humor sino del chiste, la ocurrencia aguda, el chascarrillo látigo que pretende un efecto gracioso – aunque no siempre logre su objetivo.

Para disfrutarlas en toda su intención es necesario, entre otras cosas, desconectarse del Onetti opresivo y envolvente de cuentos y novelas y sintonizar con el cultor de la chispa y la réplica ingeniosa, con el Onetti articulista.


Mito fundacional

En 1930 deja Colón y se casa con su prima en Buenos Aires, donde publica algunas notas sobre cine en Crítica. Deberá atravesar avatares conyugales (dos divorcios de dos primas), necesidades económicas y multiempleos forzosos hasta llegar a 1939, año de fundación del Onetti escritor –publica “El pozo”– y del Onetti periodista –es nombrado secretario de redacción del naciente semanario Marcha.

Tiempo después recreará este inicio mitológico en clave de chiste: según él, Carlos Quijano no sólo le ofreció ocupar el cargo de secretario de redacción sino que además le solicitó que diera una visión de la literatura nacional. “No puedo –fue su parca respuesta– No existe”. “Entonces –replicó el otro como un personaje de John Ford– invéntela”.
En una segunda versión Onetti habría argumentado que le es imposible hacerlo porque no conoce ninguna literatura nacional, a lo que Quijano responde “yo tampoco sé de ninguna política nacional y sin embargo escribo semanalmente sobre ella”. Por último, hay una versión épica, seguramente más realista [3].

Durante dos años y bajo el seudónimo de “Periquito el Aguador” publica una columna semanal “La piedra en el charco”. La crítica sin piedad al somnoliento panorama literario le permite esbozar sus convicciones literarias y un programa de escritura –y lectura– que serán claves para el desarrollo de su obra narrativa. “Es necesario –afirma en “Señal”, el primer artículo– que una ráfaga de atrevimiento, de firme y puro atrevimiento intelectual cure y discipline el desgano de las inteligencias nacientes y que haya alguien que sepa recoger las lecciones que Ortega y Gasset dictaba a los  jóvenes argentinos, con estas palabras de Hegel, que deben grabarse como un lema: “Tened el valor de equivocaros”.

También publica falsas “cartas al director” y notas humorísticas bajo la firma de “Grucho Marx”, llenas de un humor oscuro, a medio camino entre la sátira de costumbres y la cita, que en gran parte no ha resistido el paso del tiempo y que busca criticar la afectación burguesa y despertar a los lectores de la siesta montevideana.
Omar Prego Gadea, escritor y amigo, comenta que además de todas las tareas extenuantes de secretario de redacción de un semanario pobre, escribía cuentos y textos breves para llenar los espacios vacíos antes de cada cierre.

Pese a la precariedad, esta etapa de Marcha –como en la segunda época, la del diario Acción, cuando colabora con artículos– incluye valiosísimas reflexiones sobre autores europeos y norteamericanos que dibujan también su periplo como lector atento y perspicaz, al día con las novedades literarias y con una opinión precisa y fundada sobre ellas. Así, comparecen Faulkner, Proust, Celine, Joyce, Arlt, Nabokov, entre otros, pero también Sartre, Francoise Sagan, Camus. O como veremos más adelante, Graham Greene.

En general todos los artículos poseen alguna o varias frases sarcásticas y trasuntan un humorismo paródico que se combina con la lucidez y la originalidad de sus asertos. Las excepciones, pocas, ocurren cuando el autor quiere ponerse serio, por la importancia que le otorga al tema: por ejemplo, cuando reinvindica una novela del escritor uruguayo Paco Espínola o un poemario del olvidado Beltrán Martínez .

Pero hasta en las reflexiones literarias más sesudas aparece la ironía. Por ejemplo, cuando atribuye la paternidad del monólogo interior –“uno de los aportes más grandes hechos por un solo escritor a la literatura”– a James Joyce, soslayando así la maternidad de Virginia Woolf, que lo había utilizado antes, porque “en arte, lo que valen no son las ideas sino las realizaciones”. Importa conocer quién empleó mejor el recurso, no quien lo empleó primero.


Graham Greene y la melancolía esencial

Recogidos por el crítico Jorge Ruffinelli en el libro “Réquiem por Faulkner” (1976), los artículos del período de Marcha y del diario Acción expresan fobias y simpatías inesperadas del Onetti lector.
Es el caso de de Graham Greene, de quien comenta su novela “El fin de la aventura” en un artículo titulado significativamente “Greene visto por un lector”. Lo acusa de encubrir con un “alarde de profesionalismo” las debilidades intrínsecas de la historia, que detalla con crueldad: los personajes secundarios no pasan de ser datos o símbolos subordinados a su función de emocionar y no tienen carnadura real, al igual que algunos de los protagonistas. También ataca al argumento: ¿por qué, se pregunta con sorna, siempre que Dios aparece en las novelas de los escritores católicos invariablemente pertenece a la Iglesia Católica? ¿por qué no al Islam o a los protestantes?
Recuérdese que la historia que cuenta esta novela (llevada al cine por Neil Jordan en 1999, con Julianne Moore y Ralph Fiennes, con el título “El ocaso de un amor”) es muy original, porque narra un triángulo amoroso en donde uno de los vértices es ocupado por Dios.
Precisamente Onetti lamenta que el Dios de Greene da muestras de poca sutileza teológica: parece un pobre hombre todopoderoso necesitado de lisonjas y sobre todo capaz de venganzas. Además, la trama está abrumada por las casualidades, los milagros son endebles, etcétera. Matiza esta durísima crítica con una sola salvedad: “El poder y la gloria” continúa siendo una de las mejores novelas del s. XX, la única en donde la tesis se conserva respetable gracias a la calidad artística que la envuelve.
Pero al final, luego de toda esta batería de críticas hace un giro copernicano, o más bien borgeano, y dictamina que ellas se basan en que siempre debemos exigirle más a Graham Greene porque si el “El fin de la aventura”  hubiera sido escrito en Uruguay, “estaríamos anunciando con júbilo la aparición de un gran novelista”. A fin de cuentas se trata de una historia de amor admirablemente dicha por “un maestro de la novela contemporánea”.
Y mucho más importante, en ella Greene aborda “sus temas predilectos: la incomunicación, la melancolía esencial de todo acto humano, la nunca satisfecha necesidad de fe en Dios o en su inexistencia”. Que son, vaya casualidad, los mismos de la narrativa onettiana.


Reuter, Acción, Efe

Dos años más tarde, en 1941 se pelea con Carlos Quijano y pasa a trabajar para la agencia de noticias Reuters de Montevideo. Ese mismo año “unos inspectores ingleses” visitan la agencia y lo ascienden a secretario de redacción en Reuter Buenos Aires, lo que habla de su eficacia en el oficio. Según su biógrafo, Carlos María Domínguez, “en Reuter, Onetti era conocido como un jefe responsable y silencioso que leía y corregía, luego de resumidos por los redactores, los cables salidos de la teletipo desde el frente de guerra. El inicial temor de los empleados dio paso al reconocimiento de una casi enfermiza timidez y de un humor fino y corrosivo que no todos entendían ni toleraban”. 

Esta profesionalidad habla de un periodista integral que conoce y respeta todos los mecanismos del oficio. Años después, el propio Onetti lo recordará así: “Durante años fui Secretario de la Agencia Reuter, en Montevideo y en Buenos Aires. Eran, para mí y creo que para todo periodista, años de nervios y entusiasmo”. (Nervios y entusiasmo, ¡qué lejos estamos aquí de la figura tópica del escritor yacente que, sumido en alcohol, observa el mundo con indiferencia!).

Pronto pasa a desempeñarse como secretario de redacción de la revista “Vea y lea” y posteriormente a como redactor responsable de Ímpetu, una revista de publicidad, en la que hace de todo, incluyendo editoriales, a la vez que traduce entrevistas a publicistas que aparecen en revistas yanquis. Este trabajo, como suele ocurrir siempre con la publicidad, fue el mejor pagado de todos. Entre otras cosas le permitió regresar a Montevideo y casarse con Dolly, quien lo recuerda vistiendo “impecablemente” por exigencias del cargo: elegante traje y corbata rematado con sombrero stetson y unos guantes de pecarí.

Allí vuelve al periodismo, esta vez para “Acción”, diario vespertino vinculado al por entonces presidente de la república Luis Batlle Berres. En todo este período publica asimismo notas en Marcha, de la que nunca se desvinculó ni afectiva ni intelectualmente .
Esta fidelidad proveerá el pretexto a los militares para encarcelarlo (como es sabido, fue jurado de un concurso de cuentos de Marcha que premió un cuento supuestamente “pornográfico”) e internarlo tras un intento de suicidio en un hospital siquiátrico.

Exiliado en España, otra vez sobrevive  gracias al periodismo. Escribe un artículo mensual para la agencia Efe: se trata de  “confesiones y reflexiones” donde el estilo campea a sus anchas y está en todo su esplendor.
Sea cual sea la materia que aborde, la sorna y la ironía, el humor, la omnipresencia del yo, la elipsis, la frase entrecortada y el dato preciso, o la cita erudita y la chabacana conviven guiados por un espíritu juguetón que continuamente da esquinazos a la atención del lector, como si quisiera zamarrearlo y despertarlo y decirle “hey, este no es otro artículo más”.
En cierta forma recuerdan los de otro gran cronista español, Francisco Umbral, de quien Onetti tomó prestado un giro habitual en sus artículos para titular su novela Cuando entonces.

Publicados en el libro “Confesiones de un lector” (1995), podemos encontrar aquí definiciones de todo tipo, donde se expresan fobias y filias literarias que no tienen cabida en la obra narrativa. Entre otros, declara su admiración por autores tan disímiles como Valle Inclán –de quien sostiene es el mejor escritor español del siglo XX–, Pío Baroja o Torrente Ballester, a quien llama “maestro”. O cuenta cómo fue tocado por el rayo al leer el cuento “Todos los aviadores muertos” de Faulkner en la revista Sur.
Hay también muchísimos fragmentos de inteligencia humorística —como cuando señala que los kiosqueros, como la naturaleza, aborrecen el vacío— siempre puestos al servicio de una inteligencia mayor y más profunda, así como sorprendentes valoraciones literarias. Por ejemplo, sobre la obra de Charles Bukowski.

A primera vista pareciera fácil encontrar afinidades entre las estéticas de ambos escritores pero leyendo sus artículos queda claro que Onetti nunca las vio. Al contrario, califica esa obra de “pornográfica” –un adjetivo que a él le costó la cárcel– o directamente de “pornoexcrementicia”. Tras señalar la simplicidad de su escritura detalla su génesis: “se toma un libro de algún epígono de Henry Miller –que él sí, cuando quiere, demuestra talento–, se lo divide en trozos para no indigestar, (...) se agrega una buena dosis de “no saber escribir” y se sirve al público adecuado (...). Según Onetti, el error de esta literatura radica en que bajo el pretexto de “mostrar la vida tal cual es”,  traslada experiencias repugnantes sin filtrarlas artísticamente. Agrega cruelmente la conveniencia de que el autor sea “borracho profesional” y “tanto mejor si es drogadicto”. Su éxito le provoca tanta desazón que lo machaca en cuatro artículos, todos de 1979, llegando a esta afirmación tajante: “Si el sucio anciano borracho de Bukowski es un respetable escritor y un guía para la juventud de su país, ya todo es posible”.

En definitiva, el campo periodístico sirvió a Onetti no sólo como recurso alimenticio que moldeó su vida laboral y política además de nutrir su universo de ficción. También le sirvió para llevar a cabo una larga confesión pública que puede leerse como una contracara de la otra, más íntima y personal, desarrollada a lo largo de una atrapante obra literaria. 


 Pablo Silva Olazábal
publicado en la revista española Turia (2009)





[1] LA TIJERA DE COLON. Año I No. 1 (marzo 1928) al No. 7. Reproducción facsimilar y numerada de 001 a 150. Ediciones El Galeón y L&M Editores. Montevideo, 2001.
[2] La Tijera de Colón. Para un retrato del artista cachorro”, Rosario Peyrou. “El País Cultural”, 20/04/02, disponible en internet junto al artículo “David "el Platónico" de dicha revista.  
[3] “¿De “Marcha” qué querés que te cuente?” le dice a Jorge Ruffinelli “¿Qué para sacar el primer número me pasé cuarenta y ocho horas parado en el taller, y que al final tenía los pies sangrantes, y que al sacarme las medias se me salía la piel? Quijano va a pensar que digo esto quejándome de que me explotaba”. “Requiem por Faulkner y otros artículos”, Arca Calicanto, Buenos Aires, 1976 pag.220