
El inicio de Toni Erdman (2016) parece uruguayo: un hombre golpea una puerta de lata esperando que lo abran. Golpea y espera. Cuando la puerta se abra no pasará nada espectacular, pero tendremos una visión clara de quién es ese hombre.
En la superficie se puede ver como una comedia dramática centrada en la relación entre un alemán jubilado excéntrico (más bien payasesco) y su hija, una capitalista ortodoxa cuyo su trabajo es asesorar una empresa petrolera en Rumania, con todo lo que conlleva liderar equipos de gestión y de tercerización de empresas en un país subdesarrollado. Pero esa solo es la superficie; como cualquier buena película lo que importa es el desarrollo de los personajes que, a través de la acción, descubrirán su vacío existencial, lo absurdo de una sociedad basada solo en lo externo, el triunfo material, las formas prestablecidas y el largo etcétera que conocemos desde hace más de cien años. De esa crisis saldrán de la única manera posible: gracias a un cambio interior que los lleve a rechazar todo aquello que antes parecía la gloria. Pero esta -como en todas las buenas películas- es solo una de las lecturas posibles.
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