La Pensión según Paula Brecciaroli


Tomaremos este libro como un cuerpo extraño en nuestras manos.  Haremos una disección, como si fuera una clase de biología en el colegio.
Por fuera, la tapa: un ángel fumando y el título, “Pensión de animales”.  Uno espera entender algo, pero no lo consigue.  No hay un edificio lleno de perros.  Hay un ángel, con su mirada extasiada, y un pucho humeando.
Dos citas abren el libro. Una de Pessoa, otra de Aute.  Una nombra la suavidad del día, el sol y el viento; la otra, por el contrario:escapar de una sombra en la oscuridad.
Está visto que Pablo Silva Olazábal no está dispuesto a hacernos fácil la cosa sino a pasearnos de un sentido a otro.
Y sigue el juego, primera hoja. Un cartel de una autodenominada administración competente prohíbe la tenencia de animales en la pensión.  Esta contradicción ya nos marca el borde de una historia que no tiene previsto atenerse a las reglas.  Quizás por hábito, por desidia o por rebeldía, las reglas se interpelan y la administración competente ya se perfila fallida.
¿Pero qué puede pasar en una pensión en la que se prohíbe tener animales? 
Vamos más adentro. No es un animal lo primero que encontramos en la historia. Es un ángel.  Un ángel borracho, en realidad. 
La dificultad de adelantarse a la trama se vuelve más esquiva todavía. El autor está dispuesto a jugar con nosotros y con los personajes que se suceden en este edificio de pocos pisos, bastante sucio y gris, que no hace más que llevarnos a la idea de esa arquitectura tan rioplatense, vecina a los puertos, rodeada de edificios olvidados, que uno se tienta en situar en Ciudad Vieja o en cruzar a San Telmo o Barracas, porque si algo compartimos es esa identidad asolada por el mismo clima.
El ángel borracho se hunde en el murmullo de los pensamientos comunes de los pensionistas que retumban en el altillo donde vive, y se embriaga, para apaciguar ese ruido molesto.  Porque es cualidad de su naturaleza angélica no poder evitar oírlos. Y porque, se sabe, uno no puede evitar escuchar.  Porque se puede evitar tocar, se pueden cerrar los ojos, se puede cerrar la boca, pero las orejas son lo único que no puede cerrarse, ni se puede evitar oír, salvo recurriendo a dedos o tapones.  Dirán que es una excusa de vieja chusma, pero es biológicamente cierto.  El ángel siente pena de sí mismo y como “la guitarra en el ropero”, sus alas ya no vuelan nada. 

Primer capítulo o un cartel que dice “pieza 323 A”. Es esta forma en que se ordenan los capítulos. “Laura señala la cacatúa y termina de insultarme”,  empieza.  Y va a ser Laura, con ese insulto y esa rabia que no sabemos quién la provoca, la que va a desandar este laberinto, recorriendo toda la pensión, escaleras abajo, golpeando puerta por puerta con su bolso, en un taconeo que hace temblar hasta los cimientos y despabila.
Porque este edificio de Ciudad Vieja o San Telmo o Barracas tiene algo de mausoleo, de cementerio.  Y sus aletargados inquilinos no pueden sustraerse al cimbronazo de esta pelirroja enfurecida.  Nadie podría. Cualquier consorcista sabe, por propia experiencia, que los escándalos en un edificio, y más en los espacios comunes, nos ponen en guardia. Laura desata el organismo dormido de la pensión. Es la chispa justa de este río de nafta que corre escalera abajo.  A su paso, como un viento abrasador,  no hay letargo posible.  Laura es sobresalto en este mundo de animales hibernando.  De pensionistas que matan al tiempo tanto como a sí mismos, en un aburrimiento crónico, en la contemplación de sus animales, sean mascotas, insectos o alimañas asquerosas. Y no solo los distraídos pensionistas serán convocados.  También el ángel atraído por esa mente cerrada, que no puede entender ni escuchar. Una mente en blanco, sin pensamientos pero capaz de arrasar. Porque la rabia es desborde sin palabras, una explosión de ánimo tan expansiva que es capaz de destruir todo a su paso.

Y en las habitaciones, junto a sus pensionistas aletargados, encontramos una rata muriendo lentamente, moscas que circundan el foco de luz, un perro que se sabe embrujado o un loro con una verruga maligna.
 Pequeñas escenas en suspenso que como dice el pensionista de la habitación 236,  según la teoría del místico sueco Swedenborg, sólo el ángel y el lector, claro, tenemos el don de ver en simultáneo. 
Y ese es uno de los atractivos de la novela, entrar y salir, ver lo que pasa en una habitación, salir y cruzarse con Laura revoleando la cartera o puteando y cruzarse al ángel, más desorientado que antes.  Seguir a otra habitación, ver que animal hay, ver qué pasa, quizás hasta imaginar si es que en la próxima pieza podría aparecer Levrero con una paloma u Onetti, rodeado de diarios tostados al sol, escribiendo El pozo.  Pero seguimos, y aunque lo que pase en la vida de los personajes sea tan opaco, no les vamos a poder sacar la vista de encima, ni como el ángel vamos a poder evitar oírlos en sus ínfimos conflictos,  que no por pequeños nos ahorran una sensación de tensión angustiante.
Claro, las cosas se van poniendo más densas. Nunca falta una vecina chusma o una dueña de pensión que salga a poner orden, pero si seguimos por ahí, en esa densidad, el cuchillo de esta disección ya entrará demasiado profundo.



Paula Brecciaroli
Buenos Aires, 4 de septiembre de 2015