El discurso mediático de las
encuestadoras y los periodistas políticos genera certidumbres ajenas a la
realidad, independientes de ella. Los resultados de la reciente elección
uruguaya deberían poner en el ojo de la tormenta la labor de las empresas
encuestadoras.
En
1974 el escritor inglés J.G. Ballard reflexionaba que la realidad está cada vez
más llena de ficción. Este fenómeno, decía, se debía principalmente al marketing, pensado como una preparación,
como una puesta en escena, y
aplicado no solo a la publicidad sino a todos las actividades públicas
realizadas en la
sociedad. El marketing
siembra en la realidad semillas o núcleos de ficción que comienzan a jugar
entre sí aumentando su poder de convicción. “Vivimos en una gran novela”, concluía este lúcido inglés, luego de
sostener que la tarea del escritor ya no era crear la ficción sino “inventar la realidad”. En otras
entrevistas planteó un matiz diferente: el escritor debería intentar descubrir
qué está ocurriendo en la realidad, por debajo de la red de ficciones que se
origina en el marketing.
En
el caso concreto de este año electoral, podría decirse que “Uruguay ha vivido
una gran novela”. “Vázquez tenía razón” -dijo en la noche del 26 de
octubre Adolfo Garcé-, “las encuestas y los politólogos nos equivocamos”.
Si
bien Luis Lacalle Pou cambió el tono (vivificándolo) del Partido Nacional, la
gente de su entorno esperaba obtener un 35 o 36%. Eso no era nada
desmedido: si el joven líder era la revelación que todo el mundo político
repetía (y que realmente parecía), no era desubicado pensar que el
Partido Nacional crecería 5 o 6 puntos en su rendimiento electoral.
Pero creció 1,8 puntos. Esa es la realidad.
Las
encuestadoras están, o deberían estar en los próximos días, en el ojo de la
tormenta: las mejores y más consolidadas sostenían que “puede ganar
cualquiera”, marcando el tono y hasta la agenda del mundillo periodístico
político, mundillo que se torna central en un año electoral. Según ellas el
Frente Amplio estaría en el entorno del 44%, sin mayoría parlamentaria y,
lo que es peor, con menos votos que los blancos y colorados juntos. Entre
paréntesis, este es otro núcleo poderoso de ficción: tomar en cuenta la suma
total de votos de los partidos tradicionales, cuando la experiencia uruguaya
registra entre un 10 y un 15 % de desobediencia: no todos los
de un partido votan al candidato del otro en un balotaje. Pero en el discurso
mediático de las encuestadoras y periodistas políticos, aparentemente
sí. En la realidad, no.
Con
esto creció en el ambiente social la casi certeza, o la fuerte sospecha, de que
el Frente Amplio podía perder en la segunda vuelta. O lo que es lo mismo, que
el nuevo líder blanco tenía grandes chances de ser presidente en minoría, con
una bancada de la oposición de, en el mejor de los casos, el 44% de los
votos.
Pero
en la realidad esa bancada es de 50 diputados, logrando la mayoría
absoluta de esa cámara y la mitad del Senado. Esta es –era– la realidad que
corría por detrás de la ficción política que todos consumimos (y reprodujimos
en mayor o menor medida) este año.
Las
redes sociales, donde la intención del marketing
es sustituida por la de la subjetividad personal, que amplía y genera un
retrato fuertemente narcisista de la realidad, contribuyeron a aumentar el
poder de esa ficción, que a estas alturas no era solo mediática. Entre
paréntesis, en las redes, en particular Facebook,
el autor de cada post rara vez escribe para enriquecerse en el debate y “ceder
la derecha” a la opinión de los otros. Y no lo hace porque entre otras cosas él
es dueño del muro donde se produce el intercambio, y dueño por tanto de
bloquear o eliminar al que molesta o contrasta. Las redes sociales son espejos
narcisistas donde nos admiramos, y donde confirmamos lo que ya pensábamos con
anterioridad. Y si ese pensamiento anterior está basado en el clima imperante
en el mundo político de los encuestadores, politólogos y periodistas… la
ficción crece a un grado alarmante.
Poco
antes de las elecciones comenté entre compañeros de trabajo que pensaba que el
Frente Amplio llegaría al 46%. Me miraron como un delirante, o más bien como un
“hincha” al que la pasión nubla el juicio. Tanto que maticé con un tímido “o un 45%”.
Pero otra compañera dijo “creo que se puede lograr la mayoría” y el resto no
quiso ni hablarle. Ese era el clima 72 horas antes de las elecciones.
Sin
embargo mi previsión no era pasional, sino fundada en datos que alguien podía
llamar planetarios: en cualquier país del planeta en que el presidente
saliente cuenta con un 58% de popularidad estando al frente de un gobierno
que tiene un 53%, y en una situación económica que no es de crisis sino de
estabilidad y crecimiento, y con un candidato presidencial que siempre ha
tenido grandes porcentajes de popularidad (en su anterior gobierno se retiró
con un 63%), bueno, sería algo raro, sumamente extraño, por no decir
irracional, que ese candidato no ganara, ¿no?
Pero
esa es la principal virtud de la ficción: la de alzar y sostener construcciones
complejísimas y elaboradas a partir de un fundamento irracional, extraño,
irreal.
Hay
un cuento de Borges (El inverosímil impostor Tom Castro) en que
el engaño que se cuenta es de tal magnitud que se fundamenta precisamente en su
inverosimilitud. Es tan inverosímil que no puede ser mentira, piensan
los personajes que son engañados por el protagonista.
Todo
el Uruguay pensó que era tan factible que Tabaré Vázquez perdiera como que
ganara. Algunos pensaron, que era más factible que perdiera. Y no solo eso, se
creyó en la imposibilidad de que el FA obtuviera la mayoría
parlamentaria. Eso, para los especialistas, entraba en el terreno de lo
directamente imposible o muy poco probable. Pero en la realidad
se logró.
Todo
lo que ocurrió el lunes siguiente a las elecciones pareció sorprendente. Todo
asombraba, todo estaba al revés, cuando lo realmente llamativo no era la
realidad sino la ficción que habíamos asumido en los meses previos. Eso era, y
es, lo auténticamente asombroso.
Lo
que vivimos en estos días estaba dentro de lo esperado en cualquier país del
planeta en que se cumplieran las condiciones reseñadas. Como en un acto de
magia se escuchó el oooh mental que dieron observadores y especialistas cuando
se quitó el pañuelo con un gesto rápido, pero, como en la magia, el truco real
había ocurrido antes.
Seguramente
muchos empezarán a explicar la espectacular performance electoral de Tabaré
Vázquez recordando, o redescubriendo, sus logros en 25 años de elecciones.
(Solo para recordar: ganó la Intendencia de Montevideo en 1990 y con su
liderazgo el FA pasó de 20% a 30% en 1994, a 40% en 1999, a 50% en 2004).
Pero ése es otro de los datos que no suele abundar en el discurso mediático.
Tiendo
a descreer de las motivaciones puramente políticas de las encuestadoras. Más
bien me inclino a pensar en una causa que resulta más eficaz a la hora de
nublar el juicio de los que afinan los datos crudos de las encuestas: el
miedo.
En
junio las encuestadoras se equivocaron feo al prever que Jorge Larrañaga ganaría
en el Partido Nacional. Es posible que el deseo de no meter la pata nuevamente
los llevara a disminuir los datos del Frente Amplio y a aumentar los del
Partido Colorado (por ser “demasiado chicos, demasiado inverosímiles”).
Pero esto solo es una disquisición, algo que entra en el terreno de escrutar
las intenciones. Un terreno al que no se puede acceder con certeza porque nadie
sabe lo que sucede en la mente de otro. No existe un método científico que
logre esos datos objetivos. Pero tal vez sea legítimo intentar en esos casos
algo de lo que estoy haciendo en este último párrafo: hacer ficción, imaginar.
escrito el lunes
27 de octubre de 2014, (día siguiente a la 1era Vuelta electoral uruguaya)
Publicado en revista digital vadenuevo Nº 74