
En la revista cultural Jotdown, del diario El País de Madrid, también se habló del libro, el artículo es de Sara Mesa y se puede leer aquí
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suplemento El Cultural de diario El Mundo |
El artículo también se puede leer en la web de El Cultural
«El famoso Flaubert. Puaj» y otras opiniones contundentes de Mario Levrero
Bien es
sabido que tras toda obra excéntrica se agazapa una personalidad
excéntrica. De lo contrario, cabría hablar de impostura. Sin embargo,
pocos autores hay con menos impostura —y con más autenticidad— que Mario Levrero (Montevideo,
1940-2004), cuyo nutrido club de fans sigue creciendo año tras año sin
que su aura de autor de culto —minoritario, incomprendido, raro— se
resienta lo más mínimo. Desde luego, es innegable que Levrero siempre
fue por libre y que no vaciló en expresar sus opiniones por singulares
que fueran, a menudo dejando traslucir un desconocimiento del mundo
literario —del mundillo, mejor dicho— que resulta revelador. Los genios,
para él, eran Santa Teresa, Kafka, Joyce y Faulkner,
pero el grueso de sus lecturas estaba formado por novelas policíacas de
ínfima calidad, a las que era un adicto —al igual que fue un adicto a
la «computadora» y la observación de palomas, hormigas o cualquier otra
mínima forma de vida—. En la que quizá sea su obra cumbre, La novela luminosa (2005), admite sin recato desconocer si los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina son frescos e incluso si son de Miguel Ángel: no
lo recuerda y le da igual, porque lo verdaderamente importante para él
es el contacto del dedo del hombre con el dedo de Dios, esto es, cierta
forma de mística. Su conocimiento del mundo —del mundo interior,
sensible, plagado de sueños, telepatías, intuiciones y aparentes
absurdos— tiene poco que ver con la erudición acrítica de los escritores
que manejan al dedillo los pormenores de un canon incuestionable.
Levrero confiesa olvidar fechas, datos, nombres, y si algo no le gusta,
no le gusta, por mucho que la sabia multitud se postre ante ello. Sus
opiniones más contundentes —obstinadas, llamativas y, en ocasiones,
impregnadas de mala leche— son las de un niño grande, un niño sin
verdadera malicia. Fueron dichas, en su mayor parte, en La novela luminosa, pero también en entrevistas —algunas de las cuales han sido recopiladas por Pablo Silva Olazábal en Conversaciones con Mario Levrero (Contrabando, 2017)—, y, en menor medida, en El discurso vacío (1996) y Diario de un canalla (1986).
Aquí hemos extractado algunas de ellas, que en su conjunto ofrecen una
buena perspectiva de quién fue Levrero, uno de los escritores más
tiernos, humorísticos, sagaces, excesivos, neuróticos e hipocondríacos
que ha dado nuestra lengua:
Roberto Arlt: «Escribe
mal pero es un gran escritor». Después de todo, para Levrero «ser
escritor no significa escribir bien, sino estar dispuesto a lidiar toda
tu vida con tus demonios interiores».
Ludwig van Beethoven: «Siempre me hizo acordar a un
niño tocando el tambor a la hora de la siesta». Su música, para él, no
son más que «torpes golpeteos». Le alegra enterarse de que su opinión
coincide con la expresada por Bernhard en Maestros antiguos:
«Escuchamos continuamente un cómico desvalimiento cuando oímos a
Beethoven, lo retumbante, lo tiránico, la estupidez de la música
militar».
Samuel Beckett:
Lo admira, claro está. «Siempre consigue arrancarme algunas carcajadas.
Sé, desde luego, que su obra no se agota en la comicidad». Frente a
aquellos que subrayan el papel del absurdo sin connotación filosófica,
discrepa: «Beckett no construye sus obras en función de ningún
significado o mensaje o ideología, y así debe ser el arte; perfecto.
Pero mi discrepancia radica en que no da lo mismo que un personaje se
llame Godot o se llame de otro modo. Ese Godot tiene un significado,
evidentemente referido a Dios». Al final de su vida, él mismo, debido a
su decadencia física, se describe como un personaje de Beckett.
Thomas Bernhard: Si la primera obra de Levrero —la «trilogía involuntaria» formada por La ciudad (1970), París (1979) y El lugar
(1984)— es heredera innegable de Kafka, la última bebe directamente del
gran austríaco —por ejemplo, en sus airadas descripciones de la ruidosa
Montevideo—. Cuando coge un libro suyo, «no puedo dejar de leer, me
cuesta hacer una pausa, por la fuerza hipnótica de su estilo tan pero
tan absolutamente chiflado». Bernhard «encontró la manera de decir las
cosas que no se pueden decir, y amontona verdades candentes, una tras
otra, pero de un modo tan, tan reiterativo y exagerado que termina por
crear un efecto humorístico explosivo».
Charles Bukowski: En La novela luminosa
escribió sobre él: «Ayer leí en un semanario atrasado una crítica muy
desfavorable, escrita por un periodista uruguayo, del diario escrito por
Bukowski a una edad todavía más avanzada que la mía. Me gustaría poder
leerlo, a pesar de la crítica, ya que parece tener puntos en contacto
con este diario, en cuanto a la trivialidad de las cosas que se narran y
en cuanto a la presencia en este diario de relatos insistentes sobre un
tema (…). No me disgusta tener puntos en contacto con Bukowski».
Desconocemos si finalmente llegó a leer este diario, de título El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (Anagrama, 2012).
Luis Buñuel: Opinión contundente: «No tiene la menor idea de lo que es el lenguaje cinematográfico (solo Chaplin
es peor director, en ese sentido) (…) Tiene (a veces) genialidades
varias, especialmente en lo que se refiere a golpes de efecto (…) Pero
no soporto su sintaxis; es la de un analfabeto. Cualquier aprendiz de
Hollywood le da mil vueltas». Aunque le gustó La edad de oro, afirma que Belle de jour le aburrió profundamente: «Una serie de situaciones y chistes previsibles».
William Burroughs:
«Notable narrador; conciso, directo, con sustancia». Levrero admite sus
prejuicios hacia los autores homosexuales, «que en realidad no son
prejuicios sino juicios estéticos», pero a Burroughs «no se le nota (que
es homosexual), aunque lo declare expresamente, en cambio a Capote
sí, por más que lo disimule». Aun así, no consigue entender qué es lo
que le fascina de sus libros: «Las fantasías homosexuales y la inmensa
cantidad de expresiones y descripciones macabras y groseras no me
molestaron, y sigo sin comprender la razón. Por algún motivo, Burroughs
es incapaz de ofenderme.»
Rosa Chacel: En el prólogo-diario de La novela luminosa describe su particular relación con esta autora: de una fascinación inicial al leer Memorias de Leticia Valle
y sus diarios («Me maravilla la cantidad de coincidencias que hay entre
doña Rosa y yo. Percepciones, sentires, ideas, fobias, malestares muy
parecidos. Debió de ser una vieja insoportable»; «En materia de
lenguaje, y por qué no en materia de literatura, Rosa Chacel me hace
sentir como un enano deforme») al desencanto que le produce Barrio de Maravillas
(«espantoso libro» que seguramente obedece a una necesidad «de ponerse a
tono con alguna moda»; «Demasiados signos de admiración y de
interrogación, demasiados puntos suspensivos, demasiadas divagaciones
sobre temas que no siempre son interesantes. ¿Por qué lo sigo leyendo?
Por amor a doña Rosa…»).
Charles Chaplin:
De una forma u otra —pero siempre para mal—, lo asocia a su odiado
Buñuel: «No son prejuicios, sino juicios. Yo fui admirador de Buñuel,
hasta que aprendí a ver cine. Lo mismo me pasó con ese director
aberrante llamado Charles Chaplin».
Agatha Christie: Recibe un irónico tirito en La novela luminosa
cuando se refiere a su afición por las novelas policíacas malas: «Las
adicciones actúan así, y uno puede llegar a sufrir grandes humillaciones
por necesidad de droga. Ya sé que un día voy a terminar leyendo a
Agatha Christie».
Philip K. Dick: Levrero se siente afín a ciertas experiencias filosóficas-religiosas vividas por el autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?,
aunque sabe que Dick fue un paso más allá: «No creo que hubiera podido
sobrevivir a experiencias de la magnitud de las de Philip Dick. Bueno,
él tampoco pudo». Intuye que la droga no fue el estímulo de su obra,
sino «el escape imprescindible para poder seguir viviendo con toda esa
percepción del universo, tan distinta o tan lejana de la percepción que
del universo se tiene comúnmente». Sobre esto reflexiona bastante en La novela luminosa. Y en una entrevista concluye: «Siempre coincido con Philip K. Qué tipo asombroso».
James Ellroy:
«Me produjo un intenso malestar físico, estomacal, y además psíquico,
durante varios días. Juré no volver a leerlo. Es una lástima porque
Ellroy escribe muy bien y es muy talentoso; lástima que sea un auténtico
psicópata y que aproveche su talento para contagiar su horrible
enfermedad. Consumir una novela suya es como tragarse un balde lleno de
mierda».
Gustave Flaubert: El autor de Madame Bovary
recibe otro buen aguijón levreriano: «No me interesan los autores que
crean laboriosamente sus novelones de cuatrocientas páginas, basándose
en fichas y en una imaginación disciplinada; solo transmiten una
información vacía, triste, deprimente. Y mentirosa, bajo ese disfraz de
naturalismo. Como el famoso Flaubert. Puaj».
Peter Handke:
«Un austríaco que, si bien está lejos de ser un Bernhard, también está
lejos de la semblanza que al barrer hace Bernhard de sus colegas
connacionales, es decir, no parece un idiota».
Dashiell Hammett: Junto con Chandler, ejemplo para él de reelaboración personal (a través del estilo) de lo que ya ha sido dicho mil veces: «Logró en Una mujer en la oscuridad la solución más compacta que conozco en materia de relatos policiales». Y ojo, que de esa materia Levrero entendía un rato.
Julio Iglesias: Sí,
a Levrero le encantaba, con sus contradicciones: «Una vez descubrí,
rechinando los dientes, que me gustaba escuchar (sus canciones). No
puedo defenderlas desde ningún punto de vista, pero hay algo irracional
que me hace, o me hacía, disfrutarlas. De modo que me limité a
confesarme, y confesar, mi gusto perverso».
Federico Jiménez Losantos: Curioso cameo en La novela luminosa
en relación con un artículo que escribió sobre Rosa Chacel: «Alguien
que siente por doña Rosa una admiración similar a la mía, o tal vez
mayor (…) Me resultó muy satisfactorio».
Franz Kafka:
En varias ocasiones Levrero afirmó que fue Kakfa quien le enseñó que a
través de la literatura se puede decir la verdad. Su admiración por él
fue inmensa. «Cuando escribí mi primera novela (El lugar),
me dediqué a imitar con la mayor precisión a mi alcance al Sr. Kafka;
eso no me molesta y así lo declaré muchas veces». «Kafka representó para
mí algo así como un hermano mayor, que había llegado antes a una visión
del mundo parecida a la que yo estaba descubriendo; pero sobre todo me
convenció de que no era necesario escribir bien».
Buster Keaton: Paralela a su odio por Chaplin discurre su admiración por Keaton, también como representante de un humor cercano al de Tom y Jerry.
Mario Vargas Llosa: En uno de los sueños que relata en La novela luminosa aparece
el Nobel peruano («Se ve que la literatura sigue empeñada en
acosarme»). Levrero va a su casa a visitarlo y lo encuentra «tal como se
le ve en las fotos», con esa «presencia elegante de los peruanos
aristocráticos, aunque al mismo tiempo era una persona de trato
sencillo, digamos democrático, porque me trataba como a un igual —aunque
yo sentía claramente una inferioridad, en lo que a clases sociales se
refiere—». Mario (Vargas Llosa) le pone a Mario (Levrero) un disco que
dura una hora, de «piezas jazzísticas pretenciosas» y también
«fragmentos operísticos», y mientras tanto le hace ver que debe escuchar
con atención: «Daba la impresión de que ese disco contenía un secreto o
una verdad que yo debía conocer».
Clarice Lispector: «La pasión según G. H. es una de las novelas más fuertes que se hayan escrito: puede llevar a la locura a una mente frágil».
Augusto Monterroso:
«El famoso cuento más breve del mundo, que consta de siete palabras
(“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”), es un magnífico
ejemplo de cuento. No le sobra ni le falta una sola palabra, y tiene
todo lo que un cuento tiene que tener: tiene un comienzo y un fin, y
después de la última palabra ni se podría agregar ninguna sin estropear
el efecto, tiene “efecto”, es decir, un factor sorprendente que intenta
desacomodar al lector (…); y, lo principal, cuenta una historia, y esa
historia es única».
Antonio Muñoz Molina: Levrero odiaba los prólogos y, por extensión, a los prologuistas. La primera edición de La ciudad publicada en España, la de 1999, contó con un elogioso prólogo de Muñoz Molina que
Levrero no agradeció en absoluto: «El señor Muñoz Molina decidió
evitarle al lector esos penosos trabajos (de lectura), a pesar de que él
no es un prologuista cualquiera, sino un señor escritor. Parece que no
es cosa de estos señores en particular, sino una especie de tácita ley
española. Contarás la novela en el prólogo». Según relata Julio José Ordovás en su artículo «Mario Levrero. La búsqueda interior», cuando el editor Marcial Souto
le instó a que escribiera a Muñoz Molina para darle las gracias,
Levrero se negó porque «era como si le obligaran a darle un beso a la
tía bigotuda». El desaire fue tal que un cauteloso Julio Llamazares hizo un «Prólogo con disculpas» para El lugar, que al parecer le satisfizo un poco más. La edición actual de La ciudad cuenta con un prólogo de Ignacio Echevarría
en el que el crítico afirma que «Muñoz Molina se las arregla como puede
con una novela muy difícil de presentar (…) ¿De qué se puede hablar en
un prólogo? Da la impresión de que Levrero es partidario de que no se
hable de nada, de evitar cualquier prólogo».
Juan Carlos Onetti: Rendida admiración. La artificiosidad de Los adioses le parece «el mejor de sus méritos. Como en su maestro Faulkner». El capítulo cuarto de La vida breve
es «uno de los fragmentos más notables de nuestra literatura. Sin
acción ni personajes ni invención: solo imágenes». Sin embargo, lo que
más le fascina, con diferencia, es El pozo.
Octavio Paz:
A raíz de una pregunta que le hace Pablo Silva Olazábal sobre un
artículo suyo, dice: «Esta bien, pero a mí, como siempre, lo que me mata
es el estilo de Paz».
Salman Rushdie: En La novela luminosa
relata su preocupación por el supuesto parecido físico que advierte con
Rushdie, «autor que no leí ni pienso leer». A pesar de las diferencias
(«mucho menos pelo, más edad, la mirada no tan astuta ni satisfecha de
sí misma»), lanza su advertencia: «Aviso a todos los musulmanes que
Rushdie no está en Montevideo».
José Saramago: No
entiende su prestigio: «A cantidad de tipos que hablaban maravillas de
Saramago los interrogué a fondo y finalmente confesaron que les paspa
las bolas, pero que “creían que había que leerlo”, y pensaban que si se
paspaban la culpa era de ellos por ignorantes». Pero puede ser aún más
duro: «Saramago me produce una viva repugnancia. Tanto su literatura
como su cara».
Fernando Savater: A raíz de la lectura de un libro de ensayos sobre Blade Runner (VV. AA., Blade Runner, Tusquets, 1988), afirma: «Solo me atrapó el ensayo de Fernando Savater. ¡Un hombre con estilo! Excelente. Me hizo acordar en cierto modo a Unamuno, y también al Eco ensayista. Gente que piensa por sí misma. Todo el resto es espantoso, infumable».
William Somerset Maugham: Al leer El filo de la navaja
manifiesta sentir envidia de sus habilidades de escritor («me gustaría
escribir con el sereno placer con el que escribe Maugham») y disfruta
«enormemente» de una obra y un autor injustamente menospreciado, también
por él mismo. «Supongo que lo mismo me sucederá con infinidad de cosas.
Es difícil descubrir los propios prejuicios que se afincan en la mente
acompañados de una especie de soberbia, no me explico de qué extraña
manera. Esos enanos se instalan allí como absurdos dictadores, y uno los
acepta como verdades reveladas». De todos modos, alguna pega le tenía
que poner: «Es un gran observador, pero no sabe inventar», dice a raíz
de la lectura de Lo mismo de siempre.
Andréi Tarkovski: Le encanta Stalker, pero Andréi Rublev le parece, en cambio, «abominable».
Javier Tomeo: Otra
víctima de su odio a los prólogos, en este caso por el que escribió
para un libro de Peter Handke, que le hace recibir el calificativo de
«idiota»: «El prologuista comienza diciendo que es un libro difícil de
entender, por la mitad dice que no entiende, y sobre el final dice que
tampoco entiende el título. Es muy sorprendente, porque hasta yo entendí
el título (…) Tampoco entendió la novela, y además parece ignorar que
una novela no es para ser entendida (…) Es sumamente divertido, este
buen señor metido a prologuista».
Santa Teresa: Finalizamos este peculiar diccionario levreriano con la admiración que Levrero sintió por su patrona, cómo no. En relación a Las moradas,
afirma: «En mi época más productiva me bastaba con leer unas páginas
para salir disparado a escribir; tan es así que nunca pude avanzar mucho
en la lectura. Creo que nunca pasé del primer capítulo. Me producía una
gran excitación psíquica. Es una gran, gran escritora; tiene una fuerza
inaudita. Uno empieza a leer y a poco empieza a sentir que en ese
tejido de palabras hay contenido un enorme monto de energía. Y, desde
luego, de realidad».
Santa
Teresa y Mario Levrero se tocan a través de los tiempos, no hay duda de
ello al leerlos. Como en los frescos de Miguel Ángel, o en lo que sea,
la comunicación circula: energía, realidad, fuerza inaudita, en palabras
del propio Levrero. Ahora que los dos están muertos, es factible creer
que se hayan visto incluso las caras. Chaplin y Flaubert, eso sí, habrán
mirado hacia otro lado.