Onetti por Ombú |
con la literatura", le decía el uruguayo, "mientras yo tengo una relación de amante".
La boutade es más profunda de lo que parece. Onetti dibuja dos tipos de escritores, el que ama fugaz pero ardorosamente sus textos y el que se casa con sus personajes y vive con ellos en una cotidianidad aparentemente banal.
Estos dos tipos de escritores, el amante y el marido, dan distintos géneros literarios. La poesía, la crónica, el cuento y hasta la novela corta son las armas del amante, la novela es, por excelencia, el género nupcial.
Como en el matrimonio, en la novela se trata de extraer del fuego no las más altas llamas, sino las más duraderas brasas. El novelista, como los cónyuges, debe evitar decir de una vez y para siempre la verdad. Debe diseminarla en pequeñas verdades discretas o invisibles que van construyendo nudos de confianza mutua.
El que escribe versos y columnas y teatro y cuentos busca
una y otra vez el acierto verbal. La frase o el verso, o la escena que lo dice
todo. Cuando lo encuentra se acaba la columna, el poema o la escena. Los
autores de novela tememos como a un lobo ese silencio que sigue al acierto. Así
el buen novelista muchas veces tiene que borronear o pasar por alto la frase
inteligente, el aforismo, o las revelaciones, el knock out del que hablaba
Cortázar, sólo para seguir adelante.
Todo sea por seguir juntos. Ante todo seguir juntos, porque
más allá, porque más adelante, los juramentos se van a cumplir, los milagros
van a suceder, la trama va a cuajar, los hijos van a crecer.
Seguir adelante. Pasar por altos errores, y torpezas
ortográficas, gramaticales, dramatúrgicas o sentimentales. Seguir a pesar de
las infidelidades, las imprecisiones, las palabras quebradas, la verosimilitud
engañada. Seguir adelante, guiado por una intuición nada certera de que algo
incomprensible nos une.
Seguir, seguir ante todo, seguir porque a partir de un
cierto punto ni la novela, ni la pareja, es la suma de sus partes, sino otra
entidad superior que se llama nosotros, que se llama los otros, que se llama
relato.
La novela y el matrimonio se sustentan en promesas que cuando están a punto de cumplirse se transforman en otras promesas. Ejercicio de secreta humildad; el amante, el poeta, o el columnista, no necesita de otro. Se enamora solo, y mide su amor por los delirios y acrobacias que le obligan a hacer a él y sólo a él.
La novela y el matrimonio se sustentan en promesas que cuando están a punto de cumplirse se transforman en otras promesas. Ejercicio de secreta humildad; el amante, el poeta, o el columnista, no necesita de otro. Se enamora solo, y mide su amor por los delirios y acrobacias que le obligan a hacer a él y sólo a él.
La poesía, el periodismo o la pasión amorosa se completan en
sí mismo mientras que el amor conyugal, como la escritura del novelista, es
esencialmente incompleto, porque debe dejar tiempo al otro que lo complete.
Nace del yo pero viaja siempre hacia el otro.
El matrimonio, como la novela, supone el dejar que tu vida,
tu escritura y tus sentimientos ya no sean del todo tuyos. Dejar tiempo (y pide
paciencia) y lugar para que la amada, la esposa, el esposo, los personajes,
digan no sólo las frases que esperabas que dijeran, sino otras inesperadas que
pueden cambiarlo todo.
Muchas veces la musa del novelista abandona el lecho
conyugal para irse con el poeta un par de semanas. Pero finalmente siempre
vuelve con el marido, por que la musa del novelista, como la esposa burguesa,
no se enamora ni del escritor ni del marido, sino de la lealtad a un proyecto,
real o completamente imaginario.
En búsqueda de esa lealtad el poeta Flaubert dejó el verso
por la prosa y escribió en ella un retrato furibundo de un matrimonio de
provincia en que la esposa le es infiel al marido.
En vez de decir "Madame Bovary c'est moi",
Flaubert debió decir "Les Bovary c'est moi". Porque tarde o temprano
todos los novelistas somos Charles Bovary. Todos en algún momento de la
escritura somos el médico de provincia casado con una mujer por encima de sus
medios. Ese pobre cornudo que intenta no ver lo evidente y termina a pesar de
todo por ser heroicamente digno.
Al igual que el engañado marido, al novelista le toca el
ingrato papel de ser testigo de las huidas de sus personajes. Se venga
sobreviviéndola, siendo así guardián de su memoria, fiel cuando ella ya no
puede verlo. Las novelas terminan siempre por convertirse en la venganza de
Charles Bovary. Muerta la heroína, arrepentido el amante, sólo la novela le
restituye al humillado una voz con la que contar la historia. Pero es otra
novela que empieza cuando se ha cerrado la de Flaubert. Ésa es también la magia
de la novela.
* Este articulo de Rafael Gumucio apareció en la edición de EL PAÍS de Madrid el
13 de agosto de 2005