Siempre me
fascinó el dicho de que pasa un ángel cuando se hace un silencio repentino. Un
silencio que quita la respiración. Me crié en una casa laica y salvo papá noel
y los reyes magos no entraba ningún otro sujeto que no fuera de carne y hueso.
Los ángeles pertenecían a las iglesias, a los negocios de cotillón, y más tarde
a las películas de Wenders. Cuando conocí el dicho del ángel me produjo una
especie de revelación mística. Entonces el silencio viene de otro lado.
Entonces no controlamos todo lo que hacemos. Entonces hay fuerzas no visibles,
no palpables, que pueden transformarnos.
Lo
inexplicable se vuelve sagrado.
La película
me fue indiferente pero, desde que vi Constantine, cada vez que pienso en un
ángel caído me viene a la cabeza la belleza andrógina de Tilda Swinton
encarnando al arcángel Gabriel. Los bucles dorados sobre su cara pálida, las
enormes alas de plumas grises desplegadas en la espalda, sus pies aplastando la
cara de Keanu, la fuerza huracanada de su aliento. Una superheroína bíblica.
Me acordé de
ella cuando empecé a leer esta novela de Olazábal, solo que el ángel que nos
recibe en la primera página no es tan poderoso ni tan sobrio como el de la
película. Encima le toca vivir en un cielo mugriento y desvencijado. En el
altillo de una pensión montevideana (no está dicho en ningún lado, pero no me
puedo imaginar otra ciudad que no sea Montevideo) el ángel descansa o soporta
la vida en la tierra mientras vela a regañadientes por las almas de los que
habitan ese edificio. Quizá sea el castigo que debe pagar por algún pecado que
no conocemos, o quizá haya ángeles de segunda, sin derechos, sin privilegios, discriminados
por sus pares, confinados a esos lugares sin belleza, portadores de alas que no
sirven para irse a ningún lado. Como un borracho de lo más terrenal, el ángel
del altillo toma para no escuchar.
Yo también me
encariñaría con la botella si tuviera que escuchar sin cesar los pensamientos
de esa runfla de pensionistas, obsesivos, gritones, miserables, timoratos, que
viven atrincherados en sus cuartos, pendientes de sus vecinos o molestando a
los animalitos que los rodean. Como dice sabiamente el ángel del altillo: “Esto
no puede terminar bien. Hay una energía negra que fluctúa en las paredes”.
Es difícil no
ponerse del lado de este ángel caído en desgracia, o del lado del loro al que
quieren rebanarle una verruga con un cuchillo, o de la gata en celo, de las
moscas, de las alimañas, del perro cachirulo de la portera que nos habla en
algún momento y nos dice la posta de ese lugar. En Pensión de animales las
personas dejan mucho que desear.
Pero con esta
advertencia sobre lo más oscuro, lo más inhumano, de nuestra especie, también
se cuela el misterio, la sorpresa y el sosiego. Un ángel que pasa, un perro que
habla, pueden humanizar los peores rincones de la ciudad.
Lo conocí a
Pablo hace dos años cuando leí sus conversaciones con Mario Levrero y me volví
fan de ese libro. Fue una generosidad de su parte haber compartido y editado
todos esos mails que fueron y vinieron de su casilla a la de Levrero. Generoso
por haber transformado esa charla íntima en una tertulia con los lectores.
Después lo conocí personalmente en Montevideo, allá me contó algunas historias
más de su maestro y amigo. También lo escuché hablar de fútbol, de libros, de
su programa de radio, de su mujer, de Fray Bentos (su ciudad), después
compartimos una mesa larga y ahí sí todos nos encariñamos con la Pilsen y la
Patricia. Seguimos conversando a la distancia, por radio y en ese patio que es
el muro de Facebook donde todos salimos a tomar aire y a sacudir los trapos.
Hace unas semanas Pablo me escribió, Paula se ocupó de conseguir este Tano
Cabrón y hoy nos volvimos a encontrar para celebrar su hermosa novela,
publicada por Estuario, una editorial con un catálogo impresionante, de los más
prestigiosos de Uruguay. Por esas vueltas aduaneras, Pensión de animales solo
se consigue esta noche y en este lugar. Ojalá puedan llevarse una. Y ojalá las
cosas cambien para que los libros de Pablo y de Estuario crucen y se queden con
nosotros de este lado del charco.
Alejandra
Zina
Buenos Aires,
4 de septiembre de 2015
(texto leído en la presentación)