Los conflictos de la aldea social

Reseña de La Onda Digital. Las paranoias individuales y colectivas propias de un tiempo de incertidumbre en un territorio signado por el hacinamiento y la más desaforada exacerbación, constituyen el removedor disparador temático de “Pensión de animales”, el nuevo libro de cuentos del escritor Pablo Silva Olazábal.

Los conflictos de la aldea social

Este nuevo trabajo del autor, que obtuvo el segundo premio de Narrativa Inédita en los Premios Anuales del Ministerio de Educación y Cultura en 2012, indaga en diversas patologías sociales asociadas a las relaciones humanas, que discurren cotidianamente con mayor intensidad en espacios físicos acotados.

PENSION DE ANIMALESNo en vano la escenografía de estas historias es una pensión, un inmueble compartido destinado a albergar personas de escasos recursos económicos que no pueden financiar el arrendamiento de una casa.
Pese a los sustantivos avances registrados en la última década y a los múltiples programas vigentes tendientes a viabilizar el acceso al techo propio, estas situaciones siguen siendo habituales por el cuasi crónico déficit de la cobertura habitacional.
Por supuesto, habitar la pieza de una pensión supone siempre renunciar a parte de la libertad individual, porque allí el usufructo del espacio está radicalmente acotado.
En este caso, no está en juego la propiedad en sí misma, sino el inalienable derecho del ser humano a gozar de su propia intimidad, seriamente jaqueada por compartir experiencias cotidianas con desconocidos que afrontan sus propios dramas y dilemas.
En tal sentido, el propio título del libro, “Pensión de animales”, da cuenta de situaciones casi siempre insólitas, que discurren entre la limitada racionalidad y la más exasperante de las irracionalidades.
Aunque esté expresamente prohibido poseer animales o bien mascotas, entre esas cuatro paredes divididas por compartimentos estancos que cobijan otros tantos micro -mundos, hay realmente animales en abundancia.
Si bien en estos ambientes interactúan perros, gatos, cacatúas y otras especies y también alimañas, sin dudas el más problemático de los animales es el ser humano, ese homo sapiens devenido en el más temible predador de la naturaleza.
Empero, más que una pensión en sí misma, este es un auténtico zoológico sin rejas físicas, entrecruzado por el caos generado por seres casi siempre desencantados.
Narrados siempre en primera persona, los relatos indagan en tensiones inherentes a seres humanos atribulados, que sobreviven como pueden en condiciones ciertamente bastante indecorosas.
La propia portada, que reproduce una pintura del cantautor español Luis Eduardo Aute, es ciertamente bien representativa de la pátina de magia cuasi onírica que recorre toda la obra.
En efecto, la pieza pictórica del artista español- quien es un amigo íntimo del autor- representa a un ángel por supuesto asexuado enfundado en ropas humanas, que es también protagonistas de estas narraciones.
Identificando cada capítulo con el número de puerta de cada cuarto de pensión, el autor indaga en las psicologías más bien enrevesadas de los personajes.
De algún modo, todos son protagonistas de historias cotidianas que insumen apenas diez minutos, aunque el propio curso literario haga suponer lo contrario.
No en vano estas peripecias humanas transcurren en una época indefinida o no explicitada que el lector supone contemporánea, donde están literalmente borradas todas las temporalidades.
Aunque la materia prima de todos estos relatos sea en definitiva la ficción, evidentemente casi nada de lo que sucede en esa pensión de mala muerte es ajeno a la realidad.
En efecto, todos los personajes nacidos de la pluma del autor son seres de carne y hueso como cualquiera de nosotros, que interactúan en una escenografía de tensiones y conflictivos.
En tal sentido, las habitaciones fungen como meros refugios que cobijan sueños compartidos, pero también frustraciones y recurrentes desencantos.
Hay enojos y salidas de tono, como esa joven que baja furiosa las escaleras y en el trayecto golpea puertas e insulta por doquier, corroborando que -cuando se pierde la paciencia- ya no existen los límites.
Como si se tratara de un mero fisgón, Pablo Silva Olazábal atisba furtivamente por el ojo de la cerradura de esas acotadas y claustrofóbicas piezas, donde conviven la risa, el llanto, el silencio, la lujuria y las peleas, todas compulsiones bien humanas.
Ello transforma al autor en una suerte de antropólogo y retratista, que muta a esta pequeña comunidad en una suerte de aldea en pequeña escala y en un espejo de una sociedad que mastica sus propias frustraciones.


por Hugo Acevedo
Periodista y crítico literario

La ONDA digital Nº 730