Una ficción bizarra

Lo  que Silva Olazábal hace es reacomodar la estructura del ángel caído en  una nueva zona semántica: una pensión tan miserable que recuerda a la de  Papá Goriot, aunque madame Vauquer está a años luz de la terrible  portera de “Pensión de animales”, una mujer sombría de poderes  infernales.
(reseña de Alicia Torres en Brecha)
     
Sobre Pensión de animales, de Pablo Silva Olazábal,  escribió Circe Maia: “La leí de un tirón, no podía dejarla. Es una  novela original, extraña y compleja, pero que al mismo tiempo emplea un  lenguaje muy accesible, muy nuestro. Todo lo que ocurre en ella tiene  apariencia dual”. Tan cierta es la apreciación, que el concepto de  dualidad se anticipa en la portada: el ángel de alas desplegadas y  semblante de estampita luce un saco ajado y sostiene, displicente, un  cigarrillo. La pintura integra la serie “Maltratado de ángeles y  basiliscos”, del polifacético Luis Eduardo Aute, que al intervenir la  iconografía consagrada pone en entredicho sus convenciones y coloca a  los seres alados en lugares y posiciones no tradicionales.
La novedad es que la presencia angélica no se agota en la tapa del  libro, sumándose Silva Olazábal a la antigua práctica de su  literaturización. Lo que él hace es reacomodar la estructura del ángel  caído en una nueva zona semántica: una pensión tan miserable que  recuerda a la de Papá Goriot, aunque madame Vauquer está a años luz de  la terrible portera de Pensión de animales, una mujer sombría de poderes  infernales.
De esta forma comienza la novela: “Ese que ven ahí, con el vaso en la  mano, las alas raídas y la cabeza recostada sobre la mesa, soy yo, el  ángel borracho. Estoy en la penumbra de este altillo, bajo esta débil  luz por donde se desgranan finas motas de polvo y, aunque cierro los  ojos, igual los oigo. Es un murmullo de pensamientos, un murmullo que  aplasta la mente y el ánimo, anega el espíritu de plumas indelebles y  vuelve todo irrespirable. Son ellos, los habitantes”. Silva Olazábal  crea a su ángel con propósitos ajenos a la religión, parece, en todo  caso, una intuición imaginativa. Entre su figura y la de la portera  bascula la impronta del cielo y del infierno, del gran sueño y de la  gran caída. La dualidad mencionada por Circe.
En la pensión está prohibido tener animales pero todos conviven con  alguno, y en los huéspedes afloran rasgos de animalización. La narración  no oculta, más bien subraya, la artificiosidad y el libre arbitrio de  estas uniones, que atraviesan más de una dimensión y encaminan la  historia hacia un marco laxo de género fantástico. Los sorprendentes  hechos que protagonizan “los habitantes” emergen de un calculado sentido  del ritmo que narra cada historia con múltiples detalles. Casi todas  suceden en la intimidad de las habitaciones y en forma simultánea. Decía  el personaje de “El Aleph”, de Borges, que lo que veían sus ojos era  simultáneo pero lo que transcribía era sucesivo, porque el lenguaje lo  es. Para construir a un narrador capaz de visión simultánea –una suerte  de pantalla múltiple o panóptico sensitivo– Silva Olazábal recurre a la  figura del ángel que lee el pensamiento de los seres humanos, y lo  ilustra con algunas ideas desarrolladas por Swedenborg. En la novela Un  retrato para Dickens, Armonía Somers inventó a un loro parlante como  reencarnación de un demonio bíblico que termina recluido en el altillo  de una casa de inquilinato desde donde practica un voyeurismo desaforado  que lo registra todo. Valía la pena el cruce.
En Pensión de animales los narradores son diversos. Sus voces  problematizan la relación de cada uno con los demás y con el espacio  vital, propio y ajeno. Lo hacen en un sentido físico que depende del  movimiento de sus cuerpos, de los lugares que llenan o vacían al  desplazarse, del murmullo casi sólido de sus pensamientos.  Sobrevolándolos, una muchacha desquiciada baja furiosa las escaleras,  insulta, patea puertas, “lleva en los ojos la chispa de la santa  indignación”. El único que percibe su rebeldía es el ángel. Los demás,  pobres diablos entrampados en una mediocridad pegajosa, resentidos,  vulnerables, pervertidos o incautos, la creen loca y sobreviven en el  encierro de sus piezas, cada cual en su infierno, mientras el autor,  obsedido por la indagación meticulosa de esas emociones y esos  escenarios, y fascinado por el arrebato imaginativo que logra su  ficción, pone en práctica una rara sensibilidad para observar la  fragmentación dolorida de sus contemporáneos. Mientras tanto, todo  confluye hacia un paradójico restablecimiento del orden, que aspira a  devolver el caos a su lugar.

(Brecha, 20/11/15)