El breve laberinto según Alejandro Gortázar

 El 22 de julio salió en Brecha la primera reseña (amplia, de dos páginas) de A través de un breve laberinto: Alejandro Gortázar amplía la mirada  más allá del libro para dar cuenta de una práctica y una "militancia" por la microficción y por el cuento en general. En un momento en que escasean los espacios de reseña (y donde la misma reseña crítica parece pasar por un período de vacas flacas) es de recibo destacar esfuerzos como este.

La foto es de Héctor Piastri, que no me pudo hacer reír. La nota va a  continuación. También se puede leer en el sitio Sujetos.uy


Pablo Silva Olazábal y el microrrelato

CUANDO DESPERTÓ, EL LABERINTO TODAVÍA ESTABA ALLÍ


Alejandro Gortázar

22 julio, 2022, Brecha


El escritor y periodista ha sostenido una larga militancia por las formas breves, estimulando su escritura a través de distintos concursos y eventos, de su propia producción y del impulso a la reflexión sobre este género en Uruguay. A fines del año pasado apareció A través de un breve laberinto, su nuevo libro de microrrelatos publicado por la editorial Astromulo.

La microficción o el microrrelato es un género que aparece tempranamente en el siglo XX en América Latina y tiene un desarrollo intenso en nuestras letras. El investigador Guillermo Siles, en su libro El microrrelato hispanoamericano (Corregidor, 2007), propone una tradición que comienza entre el modernismo y la vanguardia, con el escritor mexicano Julio Torri y su libro Ensayos y poemas (1917). Luego de este período de emergencia, Siles establece que hay un segundo momento de consolidación del microrrelato que viene de la mano de una renovación general del cuento latinoamericano en las décadas del 40 y 50. Finalmente, plantea el autor, se produce su «canonización» en los años noventa, década en la que ya existe una plena «conciencia genérica» –concepto que toma de Michal Glowinski– que involucra tanto a quienes crean microrrelatos como a quienes los leen. Una concepción de este tipo descarta cualquier idea estática del sistema de géneros literarios al poner en juego la historia y las propias prácticas de escritura y lectura que van modificando las formas de clasificación de los textos y su crítica.

El microrrelato es un género híbrido, sostiene Siles, no solo por su posición como género entre la práctica del cuento contemporáneo y la poesía moderna, e incluso la fábula o el ensayo, sino por la «alternancia de los usos de la voz» y la «intertextualidad (reescritura, parodia, pastiche, simulacro)», entre muchos recursos. Hay un aspecto particularmente interesante de estas formas breves, que en parte viene de su origen vanguardista: la incorporación de aspectos lúdicos y del humor irónico. Parte de esta «conciencia genérica» del microrrelato se juega en sus diálogos no siempre serios con la tradición literaria, en una exposición carnavalesca de las formas y de las instituciones en una búsqueda constante de complicidad con quienes leen. Por último, el microrrelato se vuelve una clave de lectura que permite leer desde otro lugar una literatura nacional, por ejemplo. Este aspecto se vuelve particularmente relevante en el caso de Pablo Silva Olazábal, porque la microficción como forma de leer abarca también su actividad periodística y crítica.

Hace unas semanas, la Academia Nacional de Letras le entregó al escritor el Premio Día Nacional del Libro por su trabajo al frente del programa radial La máquina de pensar, que está en el aire desde marzo de 2010 y que actualmente sale por Radio Cultura 1290 AM y el Portal de Medios Públicos. Desde allí, entre muchos otros temas, Silva Olazábal suele detenerse en distintas reflexiones acerca de las microficciones y otras formas narrativas breves. En su artículo «Breve paseo microficcional por la literatura uruguaya», publicado el año pasado por la revista Crisol del Instituto de Investigaciones Ibéricas e Iberoamericanas de la Universidad París Nanterre, logra mostrar el interés de leer la obra de Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y Marosa di Giorgio en esta clave microficcional, y las posibilidades críticas que ofrece para analizar a otros autores, como Eduardo Galeano, Mario Benedetti y Mario Levrero, entre muchos otros.


UN MILITANTE DEL MICROCUENTO

En ese artículo, Silva Olazábal comienza delimitando una escena o panorama contemporáneo del microrrelato en Uruguay. Allí señala distintos esfuerzos que, a veces, lo tienen como protagonista, junto con distintos actores de la cultura. Sostiene, por ejemplo, que la primera antología de microficción uruguaya es la publicación de Pequeñas grandezas: antología de microrrelatos uruguayos del siglo XXI (Ministerio de Relaciones Exteriores y Consejo de Educación Técnico Profesional, 2011), compilada por Rafael Courtoisie. También reconoce la importancia del concurso de cuentos breves (de no más de 1.000 caracteres y enviados por correo electrónico) organizado desde 2012 por la «Tertulia de los viernes» del programa radial En perspectiva, que en 2014 publicó una compilación de los textos ganadores en una edición de Banda Oriental.

Pero lo interesante es el lugar del propio escritor en esa escena local: entre 2007 y 2013 organiza con ANTEL el concurso «T Cuento Q», auspiciado por la Biblioteca Nacional y Radio Uruguay, que consistió en el envío de microtextos de no más de 160 caracteres, el límite que imponían los mensajes de texto por celular. Silva relata en el artículo que durante los seis años que se hizo el concurso, recibieron 150 mil microtextos. Para reforzar la convocatoria, Silva y su Máquina de pensar junto con la Casa de los Escritores organizaron tres encuentros de literatura breve y nuevas tecnologías entre 2011 y 2013. Finalmente, esa iniciativa desembocó en la publicación de El libro de oro del T Cuento Q en 2011, con una selección de 500 textos y prólogo de Lauro Zavala. La antología fue traducida al francés en 2017.

Actualmente, junto con Mariano González y Marcos Robledo, organiza un ciclo de lectura de microficción que se llama Bocaditos y canapés. En febrero fue uno de los que impulsó la juntada de firmas de una carta dirigida a las autoridades de la cultura del MEC y la Intendencia de Montevideo para pedir que incluyeran el cuento como categoría en sus respectivos premios (Premio Nacional de Literatura y Premio Onetti). A la par de esta intensa actividad para generar condiciones creativas y críticas que permitan producir y difundir microrrelatos, Pablo Silva Olazábal ha publicado numerosas obras entre las que se encuentra su primer libro de microficciones, La vida amorosa de Telonius Monk y otras historias mínimas (Yaugurú, 2018), con 23 textos. Su segundo libro de estas características salió en octubre del año pasado y se llama A través de un breve laberinto (Astromulo, 2021). No es casual que sus dos libros de microrrelatos hayan sido publicados de un modo particular; el primero en una editorial que publica fundamentalmente poesía y el segundo en Astromulo, una editorial que es parte de Sancocho, un colectivo que busca alternativas de producción y distribución al mercado editorial hegemónico. El propio Silva contó a Brecha que un editor le dijo una vez: «Ah, no, eso es peor que cuentos, es casi un libro de poesía, eso no se vende».


BREVE LABERINTO

Los 51 textos reunidos en este nuevo libro de Silva Olazábal tienen distintas extensiones. Algunos no llegan a una página –el libro tiene un formato de 12 por 18 centímetros–, y los demás no superan las cinco. La imposición de un límite material invita a la intensidad, algo que al autor le preocupa porque supone la conformación de una estética sólida. Y si algo no les falta a estos textos es, justamente, intensidad: una conversación cotidiana al borde de un río puede terminar en un sangriento asesinato, la pared de una habitación puede rajarse para dar paso a que salga de ella una bestia demoníaca, un personaje puede despertar en medio de un incendio del que no hay salida. Esa potencia puede emerger sin preámbulos o crecer en el texto, y se corta abruptamente, en alguna oportunidad con un sencillo punto final y en otras con un remate que puede resultar chistoso y trágico al mismo tiempo.

Uno de los epígrafes del libro es una cita de Rafael Sánchez Ferlosio, «A mí lo que me gusta es tejer, no hacer jerséis», que resulta una buena clave de lectura, porque lo que uno encuentra a lo largo del libro es un zurcido muy sutil que va encadenando los fragmentos. Se trata de una escritura en la que se producen ecos, reiteraciones, cúmulos de imágenes similares de un texto a otro, y en la que, finalmente, no se compone un jerséi, pero sí la confusión de un laberinto… (¿no leí esto en otro cuento?).

Sería imposible, y hasta un poco aburrido, hacer un inventario de las imágenes, acciones o escenarios que se repiten, con variaciones, a lo largo del libro. Porque creo que parte del placer de la lectura está en identificar esas marcas que se distribuyen por todo el tejido narrativo. Hay, por ejemplo, un texto que se titula «Marea de pájaros» al que se alude en el final de otro texto, «La bala». Los dos relatos tienen autonomía, tienen una trama y se resuelven según las pautas del microrrelato, pero están ligados en otro nivel por los tópicos de la bandada de pájaros y los vidrios rotos. Lo mismo ocurre con «Enroque en el árbol», en el que aparece una serpiente que envuelve al protagonista y le lanza una frase breve y contundente. Varias páginas más adelante, en «Fulgor asesino», un gusano blanco avanza como una serpiente y también envuelve al protagonista. Y sobre el final del libro puede leerse «Otra noche con bruma», relato en el que la posibilidad de la muerte es una «serpiente helada» que se enrosca en el personaje. Hay también espacio para la crítica social, que también se teje en dos relatos a partir de un detalle: «Chuzas en la Gran Vía» y «Bulto veloz». Esos textos se unen a través de un tipo especial de mirada. Los personajes subalternos miran a los protagonistas con un odio ancestral, que arrastra siglos de humillaciones y expropiaciones. También existe una intertextualidad explícita con ciertas tradiciones literarias locales y regionales, como las batallas del siglo XIX, y varios escenarios rurales o personajes icónicos, como los gauchos, se tratan paródicamente o son descontextualizados para generar un efecto distanciador. De todas estas conexiones sutiles está hecho el laberinto.

Este segundo libro de microrrelatos de Pablo Silva Olazábal es una confirmación de las posibilidades de un género narrativo que se practica en todo el mundo, y que tiene una enorme productividad potencial en el contexto tecnológico actual. Junto con otros actores culturales, Silva no solo se incorpora a un género que cuenta con cientos de cultores prestigiosos, sino que ha trabajado seriamente para generar nuevas condiciones de producción y de lectura en el campo literario local, con logros más que tangibles en los últimos 15 años. Por último, y no menos importante, los microrrelatos reunidos en A través de un breve laberinto resultan una nueva confirmación del oficio de Silva en el arte de la narración, en la que demuestra un especial talento para lograr una articulación equilibrada entre brevedad e intensidad.


MICROENTREVISTA CON PABLO SILVA OLAZÁBAL

—¿Qué te atrae del microrrelato como autor y como crítico?

—Me gusta porque es un límite que, o bien no es explorado, o bien toda la industria editorial, el statu quo, o lo que fuere, desde el punto de vista narrativo, van hacia otro lugar, o sea, hay que escribir largo para ser «importante». Y esa idea me parece que está bastante afincada en Uruguay. Por otro lado, me llamaba mucho la atención que aquí no hubiera desarrollo crítico en torno a la microficción. Lo hay en toda América Latina; aquí, al lado nuestro, en Argentina, tenemos una de las dos usinas más importantes de pensamiento en microficción, con el narrador Raúl Brasca y el crítico David Lagmanovich. Y aquí en Uruguay intuyo que son refractarios, somos refractarios a esa forma de pensar, de ver la literatura y de escribir.

Un amigo, que no entendía por qué yo insistía tanto con el concurso «T cuento Q», me dijo un día: «A vos te interesa el microrrelato por romper los límites». Bueno, cuando hacemos las cosas no tenemos tantas razones o tantos fundamentos, las hacemos porque nos gusta o nos parece que es algo que hay que hacer, o porque nadie lo hace y debería ser hecho. Eso es lo que a mí me interesa. Lo otro que también me gusta de la microficción es la posición paródica y crítica frente a todo el aparato formal literario. La microficción –en todos lados, en México, en Argentina o donde sea– siempre se autoparodia, tiene un toque de humor, de autocrítica y de irreverencia frente a las grandes obras maestras, porque, como todos sabemos, las grandes obras maestras también son grandes en extensión.

Está esa idea revulsiva de romper los límites y de que la literatura es una lectura. La microficción o la minificción es una forma de leer, eso ya lo pusieron Borges y Bioy en la antología Cuentos breves y extraordinarios (1955). En ese libro había un parlamento de una obra de teatro, fragmentos de novelas, párrafos salteados, porque la narrativa muy breve es una forma de leer la literatura, implica una actitud. Por eso resume parte de las vanguardias, implica mirar no solamente el contenido, sino el proceso, supone incidir en el proceso tanto de lectura como de creación.

Me gusta que la literatura sea intensa, y a veces nuestra literatura peca de no serlo. O sea, privilegiamos estructura, ingeniería, formación de personajes, toda la parte de armado, pero parece que no nos importara tanto si en el conjunto no se arma algo intenso, y a mí sí me importa. Entonces, para mi escritura, intento por todos los medios lograr esa intensidad. Y lo que tienen los cuentos cortos es que la aseguran bastante, porque tienen una estructura muy breve. Lo que quiero decir es que el cuento como forma está muy cercano a la poesía, y el cuento corto, la minificción, encuentro que está más cercano aún. Por eso se puede cuidar mucho la intensidad, es difícil mentirse o hacerse trampas al solitario.